jueves, 3 de diciembre de 2009

La Villa Ilusa. Capítulo 8.

Resumen del capítulo anterior: Jacinto se va de la Villa Ilusa con la pequeña Merlina. Después de diez horas de viaje llega con su viejo Ford, a una casona elegante de San Isidro, en Buenos Aires. Allí había sido secuestrada la pequeña, que al llegar, siente una gran alegría al reencontrarse con su abuela, de nombre María. Jacinto, supone que en esa casa sobra el dinero, pero la abuela María le asegura que están en la ruina desde que los padres de la niña fueron asesinados. Además le dice, que Julia, convertida en una cerdita, no le dijo la verdad sobre los niños de la villa y que su misión era eliminarlos. Gracias a Jacinto eso no pasó. También le dice que él llegó a ese lugar para proteger a Merlina y ahora es como si tuviera una hija. Ante esa afirmación, Jacinto se atraganta con un scon. Luego, el hombre, recorre la casa descubriendo cuadros de ángeles y apóstoles y una fuente con estatuas de angelitos lanzando agua por la boca, lo que le hace suponer que es una familia muy católica. Durante la cena, María se prepara para contarle más cosas a un Jacinto que quiere saber que es lo que pasa con los niños de Villa Ilusa. ­



Merlina terminó su cena, abrazó y besó a su abuela, luego hizo lo mismo con Jacinto, que no pudo disimular su sorpresa y emoción, y se fue a su cuarto a dormir. Para el hombre, acostumbrado a estar solo recorriendo el país vendiendo sus seguros, no fue como le dijo María: eso de que ahora tenía una hija, sino más bien se sintió... Un tío.
El mucamo sirvió café con unas masitas, Jacinto le puso al suyo dos cucharaditas de azúcar y se acomodó en la silla para escuchar muy atentamente a la abuela María.

—La Villa Ilusa como usted la conoció no existe —empezó diciendo María— y los niños en realidad no lo son.
Jacinto miró al techo primero y después a la abuela.
—¡Sí claro! Y yo no soy Jacinto, ¡por favor señora, explíquese mejor! —se molestó.
—Bueno, usted tampoco es lo que parece, mi querido señor…
—¿Y qué parezco entonces?
En eso sonó el timbre de la puerta de entrada interrumpiéndolos y poniendo en alerta a la abuela María.
—¿Quién puede ser a esta hora? Qué raro...
—¿Raro? ¿Usted nunca recibe visitas? —se preocupó Jacinto.
El mucamo cruzó el comedor dirigiéndose a la puerta y generando un momento de incertidumbre en los dos. Silencio. De pronto volvió con una expresión desencajada por el susto. Detrás de él venían un hombre y una mujer. El hombre llevaba en la mano derecha una pistola calibre vaya a saber cuánto y, apuntando a Jacinto y a la abuela María, ordenó a su compañera que fuera por Merlina.
La abuela se levantó de la silla suplicándole al desconocido que no molestara a la niña, mientras Jacinto, que ya veía superada su capacidad de asombro, pensaba una y mil maneras de zafar de la situación. Se le ocurrió una: abalanzarse sobre el hombre para tratar de quitarle el arma. No es una persona con ideas muy innovadoras que digamos.

Cayeron al piso luchando desesperadamente por la posesión del revólver mientras este se disparaba una y otra vez, acertando en una tulipa de luz, un jarrón, el ojo de una de las doncellas de los cuadros, etc. Es increíble la puntería que alguien puede tener en estos casos. Por suerte, un jarrón sano fue a parar a las manos del mucamo que se lo partió en la cabeza al desconocido. Parece que los jarrones en esta historia son muy importantes.
Todos corrieron al cuarto de Merlina, para encontrarse con la mujer desconocida sosteniendo entre sus brazos a la niña que lloraba muy asustada.
—Aléjense de mí o se van a arrepentir —gritó la mujer amenazante y apretando el cuello de la pequeña.
—Está bien, está bien, tranquila nadie te va a hacer nada —dijo Jacinto—. Negociemos: tu amigo esta desmayado, así que muy lejos no vas a llegar...
Fue peor el remedio que la enfermedad; por suerte nuestro hombre no estudió diplomacia.
—¡La mato! —gritó la mujer, desesperada, tratando de huir entre Jacinto y la abuela de Merlina, pero no contó con la presencia del mucamo, que le asestó un terrible jarronazo en la cabeza, desmayándola.
—No sé dónde voy a poner las flores ahora —se preocupó la abuela María con cierta angustia.
—¿Qué tal en un florero? —se preocupó Jacinto con más angustia todavía.

Encantado, nuestro héroe contemplaba la fuente con los angelitos lanzando agua por la boca y pensaba: "Sí… Yo tenía razón… A esta fuente le faltaban unos sapitos".
—Jacinto... Señor Jacinto...
—Si, perdón doña María... Estaba distraído pensando... A propósito, ustedes tienen la capacidad de convertir a la gente en sapo así nomás como...
—Bueno Jacinto, siempre en sapo no, una vez en el colegio a un profesor de literatura que era una eminencia, se lo juro, recibido con medalla de oro y que me puso un uno en un examen... Lo convertí en un burro…
—Admiro a la gente creativa —dijo el hombre.
—Jacinto, Merlina no está segura aquí, tiene que llevársela antes de que...
—¿La secuestren? Señora usted me iba a contar algunas cosas y estos... Ahora sapitos, nos interrumpieron. ¿Cómo es esta historia?
—Esta historia empezó hace mucho Jacinto, desde el comienzo de los tiempos. Desde que los hombres y mujeres de esta tierra necesitan que los protejan.
Entonces, la abuela María comenzó a contarle a Jacinto una historia que, en resumidas cuentas, es más o menos así: resulta que desde que el hombre es hombre y la mujer es mujer, por supuesto, han existido el bien y el mal. Todos nacemos buenos y necesitamos de alguien que nos indique el camino del bien que tenemos que seguir, pero están también los que quieren que el mal triunfe, como Julia o estos dos personajes que quisieron raptar a Merlina.
Jacinto escuchaba atentamente y pensaba: ‘’Esta vieja está totalmente tocada, estos dos lo único que querían era una buena recompensa’’.

Mientras tanto, María seguía con su relato de esta manera:
—Todos, desde que nacemos, tenemos un ser celestial que nos acompaña para protegernos e indicarnos cuál es ese camino del que le hablo, pero somos humanos, entonces los que trabajan para el mal a veces nos hacen vulnerables y... Nos equivocamos, cometemos errores, en definitiva, nos portamos mal. ¿Me entiende Jacinto?
—Mire Doña María, no entiendo nada y con todo lo que me está diciendo, ¡me hace sentir como un chico!
—Justamente porque uno nunca deja de ser un niño es que un angelito lo acompaña siempre, un ángel de la guarda —le aseguró María.
—Sí claro —dijo Jacinto—, lo que pasa es que yo si no lo veo no lo creo...
—Jacinto, usted ya lo vio, o mejor dicho, ¡los vio!
—¡No me diga que es uno de esos que están en la fuente echando agua por la boca...!
La abuela María no llegó a contestar. La luz de la casa se apagó y Merlina gritó.

Chocándose en la oscuridad corrieron hasta el cuarto de la niña y solo encontraron al mayordomo con una vela encendida en la mano. Merlina había desaparecido. La abuela María gritó horrorizada al ver que la ventana estaba abierta. Seguramente por allí se habían escapado los secuestradores con la niña. "Estos tipos sí que son insistentes, ¿jamás bajan los brazos?”, pensó Jacinto un poco harto por la situación.
—Jacinto, tiene que ir a buscarla, quién sabe lo que harán con ella —suplicaba la anciana.
—Pedir un rescate, eso es lo que van a hacer —trató de calmarla Jacinto—. Además, ¿a dónde quiere que vaya? Lo que tenemos que hacer es llamar a la policía.
—¡Noooo! —gritaron el mucamo y la abuela al mismo tiempo.
Jacinto se sorprendió con la actitud de los dos, pero enseguida reaccionó:
—¡Claro! ¡Tienen razón, si avisamos a la policía la pueden matar! Mejor esperamos a que pidan el rescate...
—¡Noooo! —volvieron a gritar el mucamo y la abuela.
—Escúchenme, ¿por qué no se ponen de acuerdo de una buena vez? —se enojó con los dos.

Ya más calmados y con luz, después de que el mucamo arregló el desperfecto ocasionado por los secuestradores, se encontraban los tres sentados a la mesa del comedor tratando de trazar un plan para seguir con este caso.
—Bien, si para ustedes no se trata de un secuestro, ¿de que se trata? ¿O me van a decir que es alguien que quiere tener una nena como Merlina? —decía Jacinto—. O... No me digan que se trata de... ¡Venta de niños! ¡Es terrible!
—Ni una cosa ni la otra, Jacinto — lo interrumpió enérgicamente la abuela María— se trata de algo peor, se trata de la exterminación de ángeles...
Hubo un largo minuto de silencio en el que Jacinto miraba a María y luego al mucamo y otra vez a María y después al mucamo y los dos lo miraban fijo a él.
‘’Dios mío, está loca’’, pensaba Jacinto.
‘’Dios mío, que me crea", pensaba la abuela María.
—Tiene que creerle —le suplicó el mucamo.
‘’Este también está loco’’, cerró su pensamiento Jacinto.


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