miércoles, 23 de diciembre de 2009

La Villa Ilusa. Capítulo 11.

Resumen del capítulo anterior: En viaje a la Villa Ilusa, Jacinto conduciendo su viejo Ford en compañía de la bella Ángela, le pregunta a la joven por qué cree que los secuestradores de la pequeña Merlina la llevaron a la Villa. Ángela le asegura que la van a exponer para que todos los niños se entreguen y así exterminarlos. Luego, mientras ella duerme, Jacinto observa que la noche es hermosa con un cielo lleno de estrellas. Pero ocurre algo: Cuando están llegando al cartel que indica Villa Ilusa 1 Km, rayos como misiles caen cerca del auto y el hombre tiene que hacer varias maniobras para esquivarlos terminando contra un pino destruyendo el vehículo. Ninguno de los dos sale herido. Jacinto no entiende qué pasó porque el cielo sigue estrellado. Ángela le explica que son los exterminadores los que los han atacado para impedir que lleguen a la Villa Ilusa. Ya sin el auto, se internan en el bosque, en la oscuridad de la noche rumbo a la Villa, cuando de pronto, se les aparece el niño mago, David, que comienza a crecer y crecer hasta convertirse en un monstruo que se lanza sobre los dos para devorarlos. Jacinto se tapa los ojos con sus manos por el terror y cuando abre sus dedos para mirar, descubre que Ángela ha desaparecido. Cree que el monstruo se la comió y que ahora vendrá por él.


Jacinto gritaba enfurecido. Ángela, su amada –porque ya estaba perdido por ella–, había desaparecido y seguramente estaría alojada en el estómago del David gigante. Gritaba de terror para darse valor ante esa situación espeluznante.
Tropezándose por el miedo, siguió su marcha hacía la Villa, aunque ya sin ninguna orientación: se sentía totalmente perdido. Avanzaba con la angustia de saber que Ángela ya no existía y eso le causaba un gran pesar, porque hasta soñaba con estar con ella por mucho tiempo. Nunca le habían pasado en el corazón las cosas que le provocaba esta hermosa mujer. Sintió que unas lágrimas se deslizaban por su rostro. Juró venganza aunque ni se imaginaba cómo podría hacerlo. Y de pronto… ¡Pummm! El gigante David que cayó como una bolsa de papas delante del asustado Jacinto, produciendo un enorme ruido, hasta el piso tembló con un pequeño terremoto. El hombre se quedó petrificado y con la boca abierta mirando a ese enorme ser en la penumbra, cuando desde el cielo bajó suavemente la bellísima Ángela, con dos alas enormes desplegadas en su espalda.
—Tranquilo Jacinto, lo vencí —le dijo Ángela al pobre hombre que por varios minutos seguiría paralizado y sin cerrar su boca.
—¿Eee... stá muerto? —preguntó casi balbuceando y con el corazón a mil por hora.
—No, y no lo puedo dejar así...
—¿Y qué vas a hacer, matarlo? —preguntó Jacinto, que no podía concebir la idea de que eso se hiciera delante de él. Lo único que le faltaba en esta historia. Entonces Ángela, con un pequeño ademán de la mano, convirtió al gigante David en un... sapo. Jacinto, ya más calmado, la miró guiñándole un ojo y le dijo—: Creo que deberías buscar alguna que otra nueva idea...

Jacinto no dejaba de interrogar a Ángela sobre sus alas y sobre la lucha con el gigante, y quién era ella y por qué David se había transformado en ese monstruo y... ¿Acaso ella no sería la mujer luminosa que formaba parte de sus anécdotas de viaje? No, esto no, si ahora ni siquiera estaba seguro de que realmente le hubiera pasado eso después de todo esto que estaba viviendo.
—No era David, solo tomó su forma para sorprendernos, era un ser oscuro de los que quieren exterminar a los ángeles… Ellos no quieren que lleguemos a la Villa Ilusa…
—Pero vos, Ángela... Tus alas... Ahora entiendo... Tu nombre, claro... —hablaba repitiendo sus pensamientos.
—Soy un ser alado, Jacinto, y mi misión es proteger a los niños de esta Villa y de cualquiera, y no soy la única, hay muchos como yo con la misma misión en este mundo, aunque por distintas razones algunos todavía no lo saben...
—Pero tus alas, ¿cómo nos las vi? Ni tampoco ahora. ¿Dónde están?
—Mis alas aparecen cuando yo quiero, solo tengo que proponérmelo... Están en mi... imaginación digamos...
—Y yo que te iba a confesar mi amor por vos, que tonto soy... —se lamentó compungido.
—No, Jacinto, usted no es ningún tonto, yo lo necesito porque sola no puedo contra ellos...
Jacinto pensó qué podría hacer él ante semejantes poderes de estos seres inhumanos y después de que ella venciera al gigante, pero se sintió feliz de que Ángela le pidiera su ayuda:
—Está bien, tenemos que trazar un plan... ¿Qué hacemos?
—Lo primero que tenemos que hacer es orientarnos para llegar hasta la Villa...
—Creo, Ángela, que estamos fregados, no tengo la menor idea de cómo hacerlo. Podríamos perdernos en esta oscuridad...
—Pidamos ayuda, Jacinto... Usted puede hacerlo si quiere...
—¿Yooo? ¿A quién le voy a pedir ayuda en este bosque perdido? ¡No se ve una vaca en un baño!
—Piense, Jacinto, no tenemos tiempo que perder —trataba de alentarlo la dulce mujer-ángel que creía mucho en él.

Jacinto pensó en su teléfono celular y maldijo al darse cuenta de que lo había dejado en el auto estrellado contra el pino. A este hombre con pocas ideas no se le ocurrían cosas salvadoras en momentos como ese. Después de todo, jamás había estado en un momento así. Pasaban por su mente personas que conocía de sus viajes pero era imposible contactarlos y además, ¿para qué? Si no podrían hacer nada por Ángela y él. Se acordó hasta del duende que vio de niño. ¡El duende! Miren que acordarse de él en este momento. Lo que pasa es que dicen que cuando uno está cerca de irse de este mundo, toda la vida pasa como una película por la mente. Estaba a punto de gritar “¡Me voy a morir!”, cuando Ángela lo volvió a la realidad.
—Gracias, Jacinto, yo sabía que lo iba a lograr, él nos va a ayudar —le dijo señalando algo detrás del hombre.
Jacinto se dio vuelta y se quedó duro como una estatua y boquiabierto. Lo único que faltaba era que le saliera un chorro de agua por la boca y convertirse en una fuente para el sapo que hasta unos momentos atrás era un gigante espeluznante.

El duende, sí el duende de su niñez, y tal como lo recordaba, estaba paradito frente a ellos con su diminuta figura y con toda su luz celestial. La intensa luz que irradiaba iluminaba todo a su alrededor, sacando de esta manera a Jacinto y Ángela de la penumbra en la que se encontraban. Luego de que el hombre saliera de su estupor y dijera mil cosas como por ejemplo: “¡No lo puedo creer!” o “¡Es él otra vez!”, además de “¡Tanto que deseé volver a verlo!”, el duende se elevó unos centímetros del suelo, dio vuelta sobre sus talones y comenzó a deslizarse iluminando el camino para que la bella joven y nuestro asombrado hombre lo siguieran.

La villa estaba a oscuras; solo se veía luz a través de la ventana de la hostería. Los dos estaban felices de haber llegado gracias al duendecito que los guió hasta allí y luego, como aquella vez cuando Jacinto era niño, se escondió, esta vez detrás del tronco de un pino, y su luz se apagó.
Hasta esa ventana de la hostería se deslizaron sin hacer ruido, para asomarse y comprobar que todos los niños, incluida Merlina, estaban paraditos y todos juntos a lo largo de la barra del restaurante. Muertos de miedo. Frente a ellos, un grupo de tres personas mayores los vigilaban con recelo y energía en sus miradas. Uno de ellos tenía un revólver que, amenazante, pasaba frente a la cara de los niños con una exasperante cobardía; esto enfurecía a Jacinto y a Ángela, que pensaban una y mil maneras de salvar a los indefensos niños.

—David no está —susurró Ángela.
A Jacinto le brillaron los ojitos.
—¿Viste?, yo sabía que el gigante era ese maguito engreído —se regocijó el hombre seguido de un— ¡aaahhh! —cuando sintió una mano que se apoyaba sobre su hombro.
Era David, que tapándole la boca, les hizo señas a los dos para que lo siguieran a esconderse en un lugar más seguro, porque el grito que pegó Jacinto alertó a los que custodiaban a los niños, que rápidamente salieron de la hostería.
Cuando todo pareció calmarse, David les explicó que él había logrado escapar cuando los secuestradores de Merlina la expusieron para que todos los niños se entregaran. Estaban, estos seres oscuros, esperando que se entregara para comenzar la exterminación.
—¿Por qué nos los convertís en sapos y terminamos con esta historia de una vez? —dijo Jacinto, ya harto de todo lo sucedido.
—No puedo, están inmunizados —le aseguró David.
Esto último sí que Jacinto no lo podía creer.
—¿Pero cómo van a estar inmunizados? —Chasqueó la lengua, molesto por escuchar semejante afirmación de boca del niño mago—. Ángela, decile a este pibe que no diga pavadas. ¿Tomaron un antídoto o algo así?
—No, no tomaron nada pero ahora vinieron tres de los más poderosos, de los que dominan el planeta, de los que se apoderaron de la tierra... Créame, Jacinto —dijo Ángela consternada.
Hubo un momento de silencio que ninguno de los tres se atrevió a romper. Fue suficiente para que Jacinto esta vez, ¡sí!, trazara un plan.




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