jueves, 28 de enero de 2010

La Villa Ilusa. Capítulo 16.

Resumen del capítulo anterior: Ángela y David habían perdido todo su poder al no poder convertir a los sapitos con alitas en lo que eran antes: niños-ángeles y humanos habitantes de la Villa Ilusa. Riendo, el secuestrador-hiena y diez hombres más, entran a la hostería, encañonando con sus armas a nuestros héroes, sometiéndolos. Jacinto, triste y abatido, les preguntó que habían hecho con Santiaguito "el remolón"; en eso entró a la hostería una marmota que directamente fue a dormir debajo de una mesa del restaurante. Los exterminadores, felices por la situación, comenzaron a hacer planes para exterminar a nuestros héroes, que sin su poder no podrían defenderse. El secuestrador-hiena intenta participar de los planes para la exterminación, pero como no habla, no puede; triste se aleja al bosque de pinos para siempre. Ángela, consternada, se queda mirando a unos mosquitos golpearse contra la ventana y de pronto se da cuenta de algo: el poder se lo quitaron los mismos mosquitos cuando a David y a ella les picaron en el bosque de pinos, ¡pero a Jacinto no lo tocaron! La bella mujer-ángel intenta hacérselo entender al hombre, lo mismo que David al darse cuenta de lo mismo, pero Jacinto no comprendía que querían decirle. El hombre sentía tanto odio que, sin saber por qué, recordó algo que de niño también le dio odio: un impermeable amarillo que su mamá le compró para los días de lluvia. Odiaba ese impermeable amarillo. De pronto, Ángela y David comenzaron a saltar de alegría porque todos los exterminadores se convirtieron en patitos de plumaje... amarillo. Jacinto había logrado vencer a los exterminadores sin proponérselo. Luego y después de media hora de intentos hizo que los sapitos volvieran a ser lo que eran: los niños-ángeles y los humanos.


A la mañana siguiente, el doctor, sacó con una jeringa sangre de las venas de Jacinto e inyectó un poco de ese líquido vital en las venas de Ángela y David. De esta manera recuperaron sus poderes y todo volvió a la normalidad en la Villa Ilusa. Jacinto se convenció de que los exterminadores no podían contra ellos, estaba eufórico y feliz por haberlos vencido en lo que él pensaba había sido el ataque final del que Vida les había advertido. Pero para Ángela y David, este ataque no fue ni por asomo tan devastador y terrible. Lo que Vida les había dicho no podía ser algo como lo que pasó. Esto no amedrentaba a Jacinto, que otra vez hizo gala de su encanto con los niños y de su simpatía de hombre-héroe.

—Ahora sí me voy a ir de aquí con Merlina a la casona de la abuela María —decía—, pero antes, tuve una idea brillante que quiero llevar a cabo con la ayuda de los hombres de la Villa.
—¿De qué se trata, Jacinto? —se interesó Ángela.
—Voy a construir un lago en el medio de la villa para todos los patitos-exterminadores. Bien grande, con mucha agua para que sean felices y se pongan bien gorditos... ¡Ja!
—Conozco una receta de “pato a la naranja” que es para chuparse los dedos —acotó la cocinera.
—¡Síííí! Antes de irme tengo que probar ese plato que seguramente será delicioso. —A Jacinto se le hizo agua la boca.
—Yo también quiero —dijo Merlina.
Ángela estaba tan pensativa que no escuchaba lo que hablaban todos.
—Creo que tenemos que prepararnos otra vez... Temo que... —dijo.
—¿Temés qué...? No, Ángela, ya está, quedate tranquila, no va a... Por favor, Merlina, no muevas mi silla... Te digo que no va a pasar nada... Tranquila, Merlina, no muevas mi silla. ¿Por qué no vas a jugar con los niños?
Algo le molestó a Jacinto, sintió que la silla en la que estaba sentado se movía un poco, pero Merlina estaba a unos metros de él. Se sorprendió, la silla temblaba un poco... Sola.
—Mi silla también tiembla —dijo David, preocupado.
El cantinero Gabriel, detrás de la barra del restaurante, observó la lámpara que colgaba en el medio del salón:
—La lámpara... Está oscilando... Qué raro...
De pronto todo se oscureció, como si se hiciera de noche, y se escuchó un trueno terrible. La hostería empezó a temblar presagiando un terremoto. Toda la Villa Ilusa era un tembladeral.

El doctor, la cocinera, la joven maestra y todos los habitantes mayores de la Villa sintieron tal pánico que se abrazaban esperando lo peor. Que se abriera la tierra, o que el techo se les viniera encima. Los niños desplegaron sus alas, lo mismo que Ángela, Jacinto y el cantinero Gabriel. Merlina se aferró a su protector llorando: estaba muy asustada. El cantinero Gabriel les ordenó a todos que salieran a la calle. Gritando abandonaron la hostería y restaurante justo un segundo antes de que se desplomara produciendo un ruido ensordecedor.

Afuera no estaba mejor que adentro, Los pinos se agitaban casi hasta tocar con la punta de su copa la tierra. Las casitas tan coquetas se desmoronaban como castillos de naipes, los patitos-exterminadores corrían de un lado a otro desesperados y asustados. Luego, quietud... Silencio; un silencio que rompía los oídos. Todos sabían que se vendría un nuevo ataque de estos seres oscuros, ahora sí, aunque Jacinto pensara que no, y que iba a ser el peor. Se prepararon para lo más terrible que pudiera suceder. Y de pronto, se escuchó un sonido burbujeante que venía de los cuatro costados. Todos: humanos, niños-ángeles, Jacinto, Ángela, el cantinero Gabriel y Merlina se quedaron quietitos escuchando ese sonido. Se miraban preguntándose que podía ser y se abrazaron temerosos y expectantes. El sonido burbujeante empezó a crecer, era cada vez más fuerte... Era como agua, sí, como agua que se acercaba... Y de pronto olas impresionantes que aparecen de todos lados arrasando los pinos y las ruinas de las casas y la hostería de la Villa. Jacinto soñaba con un estanque con mucha agua para los patitos-exterminadores, ¿pero esto? esto era demasiado.
Las gigantescas olas encerraron a los niños-ángeles, a los humanos, a todos, hasta sepultarlos en un mar embravecido que no tuvo piedad.



jueves, 21 de enero de 2010

La Villa Ilusa. Capítulo 15.

Resumen del capítulo anterior: Una noche, cenaban todos en el restaurante de la Villa Ilusa, cuando David, el mago, se dio cuenta de que Santiaguito "el remolón" no se encontraba allí. Jacinto, Ángela y David, se internan en el bosque de pinos para buscarlo, porque seguramente, se quedó dormido como siempre lo hacía. La noche era cerrada y muy fría. De pronto aparece una bandada de mosquitos que se ensañan con la piel de Ángela y David, picándolos. A Jacinto no le hacen mella, él asegura que es porque tiene sangre amarga. Cuando llegan al lugar en el que se supone debería estar durmiendo el niño, se encuentran con el secuestrador-hiena (convertido por Jacinto en ese animal), esperándolos, riéndose y sosteniendo en su boca la gorra de Santiaguito. Nuestros héroes se dan cuenta de que les han tendido una trampa y, temiendo que la hiena se haya comido a Santiaguito "el remolón" y también por los niños que quedaron en la Hostería y Restaurante Villa Ilusa, regresan inmediatamente. Cuando llegan, descubren que los humanos, el cantinero Gabriel y todos los niños no están allí, pero sí el lugar está lleno de sapos. Ángela y David advierten que los sapos son los niños-ángeles y los humanos al observar que algunos tienen alitas. Jacinto, furioso y asombrado, les pide que con su poder vuelvan a convertir a los sapos en lo que eran antes. Ángela y David, entonces, lo intentan una y otra vez... Pero no lo logran. Habían perdido todo su poder. ¿Pero cómo?


Otra vez la risa histérica del secuestrador-hiena los sobresaltó, pero no era una sola risa, sino varias a la vez. Cuatro, seis, diez histéricos se reían al unísono entrando a la hostería armados hasta los dientes con armas de diversos calibres. Jacinto, Ángela y David se vieron rodeados e impotentes ante semejante invasión de exterminadores. Estos hombres y el secuestrador-hiena, que parece que disfrutaba de su condición animal, habían ganado la batalla. Tenían a nuestros héroes vencidos y dominados. No había nada que hacer.
Jacinto sintió superada su capacidad de defensa; David, sin sus poderes, sabía que no podría luchar contra ellos. Ángela cayó en ese momento en una profunda tristeza. Vida se los había advertido, pero ellos no podían saber cómo sería ese ataque final, aunque a los tres les resultaba increíble que la Villa Ilusa, con todos ellos dentro, fuera a ser destruida tan fácilmente.

—¿Qué hicieron con Santiaguito? —preguntó Jacinto, temeroso por lo que le fueran a responder. Uno de ellos se adelantó a los demás exterminadores:
—Bueno, a este chico parece que le gusta mucho dormir, así que seguirá durmiendo.
En eso, una pequeña marmota rechoncha entró rápidamente a la Hostería y Restaurante Villa Ilusa y fue directo a acomodarse debajo de una mesa para dormir plácidamente. Los exterminadores rieron más fuerte mientras Jacinto, Ángela y David se sintieron morir. Uno de los exterminadores, muy contento dijo entonces:
—Hibernará por varios meses la pobrecita... Ja, ja, ja...
El secuestrador-hiena se reía y se reía y no paraba de reírse. Realmente la situación para él era muy graciosa y estaba a sus anchas.

Inmediatamente, los malvados seres oscuros comenzaron a hacer planes para exterminarlos a todos:
—A los sapos los dejamos así, total de aquí en más se la pasarán comiendo bichos —decía uno—. Yo diría que les demos de comer hasta que exploten —decía otro—. Ja, ja, ja —festejaban todos los seres oscuros.
El secuestrador-hiena movía su cabeza afirmativamente con una amplia sonrisa ante cada idea de los seres oscuros. Quería dar su parecer también ante esa situación en la que se sentía en la gloria. Los exterminadores reían y seguían dando su sentencia para exterminar a nuestros héroes. El secuestrador-hiena intentaba que prestaran atención a lo que quería decir; lo hacía ya casi con desesperación, pero había un problema... ¡Las hienas no hablan!
Se quedaban mirándolo esperando su plan, pero el pobre no podía decir nada. La situación para él era terrible... Dejó de reír... Comprendió que era un animal sin voz ni voto... Agachó su cabeza, dio media vuelta y se alejó al bosque de pinos caminando lentamente. Cabizbajo, vencido, destruído... Serio.
Todos lo vieron alejarse: nuestros héroes, los sapitos, los exterminadores... La marmota Santiaguito no, porque seguía durmiendo.
A más de uno se le escapó una lágrima al verlo así. Jacinto, muy apenado pensó: "Pobre, debe ser la única hiena triste en todo el mundo".
Ya no lo volvieron a ver.

Los exterminadores se olvidaron pronto del pobre animalito y siguieron con lo suyo. No nos olvidemos que son seres muy malos.
—A estos tres fusilémoslos ahora y aquí mismo —decían—. No, mejor afuera y al amanecer, como en las películas...
David estaba emocionalmente destruido. Miraba el piso y en él a todos los sapos, con alitas o no, mirándolo como suplicándole que los ayudara de alguna manera. No sabía qué hacer sin sus poderes.
Ángela, vencida y sin fuerzas para intentar algo, miraba hacia la ventana de la hostería y restaurante, recordando los viejos tiempos y su lucha contra estos seres demoníacos, los momentos pasados con Jacinto para salvar la Villa Ilusa que, ahora, parecía haber llegado a su final indeclinable. Sonrió al ver un par de mosquitos que se golpeaban en el cristal de la ventana, atraídos por la luz interior. “Pensar que me preocupaba hace un rato porque me picaban... Esto que nos está pasando es lo verdaderamente terrible...” Pensaba la bella y dulce mujer-ángel, ahora con sus alas inutilizadas.
—Tenemos que despellejarlos —seguían diciendo los hombres ya reunidos pero sin dejar de vigilar a sus prisioneros—. Cortémosle las alas.
Ángela, abstraída con su pensamiento, se lamentaba: “Los mosquitos... pensar que a algunos los maté y... ¡Los mosquitos!... ¡Claro los mosquitos!” Se gritó dentro de su cabeza. Casi sin abrir la boca y entre dientes le dijo a Jacinto:
—¡Los mosquitos... Los mosquitos! ¿Me entiende, Jacinto? Los mosquitos...
Jacinto la miró compungido y esbozando una débil sonrisa. “Pobre —pensó—. Está enloqueciendo como ese personaje que vi una vez en la película Drácula y que comía moscas.”
Entonces le dijo susurrando:
—Tranquila Ángela, la hora de la cena ya pasó...
Con los ojos del color del mar Caribe abiertos como platos, le gritó entre dientes al confundido hombre-ángel:
—¡Los mosquitos, a usted no lo picaron!
—Si ya sé, me lo vas a decir a mí. ¿Qué me venís con eso justo en este momento terrible?
—¿Qué pasa ahí, de qué están hablando...? Callensé o les vuelo la cabeza a los tres... qué tanto... —les gritó uno de los hombres que salió de la reunión pre-exterminación revoleando sobre su cabeza un revólver enorme. Luego volvió a su lugar.
—Colguémoslos de los pies hasta que toda la sangre se les vaya a la cabeza —proponía uno de ellos.
—No, mejor saquémosles las uñas con una pinza de depilar —apuntaba otro.
David se dio cuenta rápidamente de lo que Ángela le había querido decir a Jacinto.
—Nos quitaron los poderes a través de los mosquitos, Jacinto, pero usted no los perdió ¿entiende? No lo picaron... Piense por favor...
Ángela miró a Jacinto con una sonrisa cómplice y esperanzadora.
—No, no entiendo nada —dijo el hombre mirando el techo y con ganas de llorar.

—Quemémoslos en una pira enorme como a Juana de Arco —seguían diciendo los hombres en su reunión—. Pongámosles una pinza en la nariz y una naranja en la boca hasta que se queden sin aire...
—¿Qué tal si los enterramos vivos?
—¡Esa sí que es buena idea!
Jacinto escuchaba todo esto y los odiaba cada vez más; cómo podían ser tan malos, se merecían lo peor, pero este hombre tan bueno y tan alejado de pensar en soluciones terribles, solo recordó que, de niño, tuvo una etapa en la que sintió mucho odio, tanto como ahora le estaba pasando: Resulta que su madre le había comprado un impermeable amarillo para los días de lluvia. Los niños se reían de su impermeable amarillo. Odiaba tanto ese impermeable que desde aquella vez el color amarillo pasó a ser detestable para él. “Amarillo, maldito color el amarillo... Pero ¿por qué ahora tengo que pensar justo en ese color? ¡Qué me pasa, por favor, si nos van a matar de la peor manera!”, se lamentaba para sus adentros, sin dejar de pensar en ese ¡horrible! impermeable amarillo.

—Atémosles las manos en la espalda, les prendemos fuego al pelo y que salgan corriendo por el bosque...
—Ja, ja, ja, esa sí que es buena...
—Tengo otra, tengo otra, cuac... ¡Eh! saquémosles el cuero cabelludo como lo hacían los sioux... ¡Cuac!
—¡Síííí! Cuac, cuac... ¡Pero vivos!
—¡Cuac... Ja... Cuac, cuac, cuac, ja, ja, cuac, cuac, cuac, cuac...!

Ángela y David empezaron a saltar de alegría:
—Jacinto, ¡lo logró, lo logró! ¡Otra vez lo hizo! —gritaba de felicidad la bellísima mujer. Jacinto no salía de su asombro. Todos los exterminadores se convirtieron en patitos con un hermoso plumaje color amarillo... amarillo patito, por supuesto. Se chocaban entre ellos, mordían los cordones de los zapatos de Jacinto, intentaban picotear a los sapitos-ángeles, estaban realmente desesperados.
—Ahora, Jacinto, vuelva a convertir en humanos a los sapos. ¡Vamos, usted puede! —le ordenó David.
Cerró los ojos, se concentró con un esfuerzo terrible, Ángela cruzó los dedos y... ¡Todos los sapitos volvieron a la normalidad! Pero con un pequeño problemita: todos con la misma cara del cantinero Gabriel... Fueran hombres o mujeres. ¡Noooooo!
La cuestión es que después de media hora de intentos, porque a veces eran iguales a la cocinera o al doctor, Jacinto por fin lo logró. Menos mal, porque cuando fueron todos iguales a uno de los gnomos, más de uno pensó en suicidarse.

Los niños-ángeles, el cantinero Gabriel, los humanos, David y Ángela, abrazaban a este hombre que era más héroe que nunca. La maestra le preguntó:
—¿Usted no hizo de galán en la tele alguna vez? Porque de algún lado lo conozco...
De repente, se escuchó una voz que venía de debajo de la mesa donde dormía Santiaguito, convertido en marmota y ahora otra vez humano:
—Tengo hambre, ¿qué hay de comer? —dijo el niño desperezándose y bostezando.
—¡Pero este pibe se la pasa durmiendo y comiendo, se va a poner como un cerdo! —gritó Jacinto en el medio de los abrazos.
—¡Nooooo, Jacinto! —gritaron todos.
—Oink... oink...— refunfuñó Santiaguito.





jueves, 14 de enero de 2010

La Villa Ilusa. Capítulo 14.

Resumen del capítulo anterior: Después de que Jacinto, Ángela y David vencieran a los secuestradores de los niños, allí en la Villa Ilusa, la paz volvió y cada uno retomó su trabajo. Jacinto, descubrió dándose una ducha, sus alas. Supo de esta manera que él también es un ser alado y con poderes: había convertido a uno de los secuestradores en una horrible hiena. También supo que los exterminadores de ángeles se encargan de desproteger a los niños de todo el mundo que llegan con una misión: la de ser felices y disfrutar de algo tan mágico como la niñez. Supo, además, que estos exterminadores comandan las naciones más poderosas y deciden quienes le sirven y quienes no. También descubrió que la Villa Ilusa es una verdadera escuela de ángeles de la guarda, donde todos se divierten aprendiendo. Jacinto vivía muy feliz allí; volando con Ángela, David y los niños. Se encariñó con todos los pequeños: desde el mago David, hasta uno llamado Santiaguito "el remolón"; le decían así porque siempre se quedaba dormido en el bosque y tenían que buscarlo. Un día, llegó Vida, una mujer mayor con poderosas alas. Lo hizo para advertirles a todos que los exterminadores darían un golpe final, terrible... Devastador. Inmediatamente y advertidos se prepararon para defender la Villa, pero nada pasaba. Hasta que una noche, mientras todos cenaban en el restaurante de la Villa Ilusa, David el mago, se dio cuenta de que Santiaguito "el remolón" no se encontraba allí. Temieron por su suerte y Jacinto decidió salir al bosque de pinos a buscarlo.


Ángela y David se unieron a Jacinto en la búsqueda de Santiaguito “el remolón”. Antes de salir hacia el bosque, nuestro héroe, ahora muerto de miedo, le pidió al cantinero Gabriel que cuidara a Merlina con su vida si fuera necesario y les recomendó a todos que no salieran de la hostería y restaurante por nada del mundo. La noche estaba bastante fresca; el cielo nuboso, sin luna, lo que hacía que la visibilidad fuera escasa. Por eso, Jacinto iba delante de la bella Ángela y David con un farol que, débilmente, alumbraba un poco el camino que emprendieron para internarse en el bosque. Todos conocían el lugar donde acostumbraba a dormir Santiaguito, y hacia allí se dirigieron. Los grillos cantaban hasta casi romper los tímpanos de los tres; las ranas croaban en un ritmo acompasado con ese canto mágico de la naturaleza.

—¿Vos creés, Ángela, que este será el comienzo del ataque del que nos habló Vida? —preguntó el hombre bastante preocupado.
—Quizá, Jacinto, no lo sé. Roguemos que solo sea lo que pensamos; que Santiaguito se haya dormido como siempre y no pase nada más.
—El tono de tu voz no me da confianza, estás bastante preocupada.
—Lo que pasa, Jacinto, es que hay que estar alerta siempre y... ¡Cómo pican estos mosquitos! —Ángela, se golpeaba los brazos y la cara, tratando de matar a varios mosquitos que se ensañaban con su blanca e inmaculada piel.
—¡A mí me están matando! —se quejó David un poco más atrás.
Jacinto se sorprendió por la cantidad de mosquitos que volaban alrededor de ellos en una noche tan fría.
—Hace demasiado frío y además nunca, desde que estoy en la Villa, había visto uno, lo siento por ustedes pero a mí ni me tocan... ¡Miren! Es que tengo la sangre amarga... ¡Ja!
—Lo envidio, Jacinto —dijo David— mi sangre debe ser un manjar para estos bichos.
De pronto, así como llegaron, los mosquitos desaparecieron. Un gran alivio entonces es lo que sintieron Ángela y David, mientras se apuraban para alcanzar a Jacinto, que, por no recibir picaduras de los mosquitos, jamás detuvo su marcha.

Ya no cantaban los grillos ni se escuchaba el croar de las ranas. El silencio comenzó a hacerse insoportable. La luz del farol produjo movimientos fantasmales al iluminar los troncos y las hojas de los pinos. Hay que ser muy valiente para estar en un lugar así. A Jacinto le temblaban las piernas y su cara se puso tan blanca que sobre ella se podría escribir un libro; es lo que pensó Ángela al llegar junto a él y ver que el pobre estaba parado frente al lugar donde se supone debería estar durmiendo Santiaguito “el remolón” y no había nadie allí... Por lo menos, ningún ser humano. El secuestrador-hiena, que había huido al bosque cuando Jacinto lo convirtió en ese animal, los estaba esperando para empezar a reírse a carcajadas. En su boca tenía la gorra de Santiaguito “el remolón”. Luego el horrible animal salió corriendo para perderse entre los pinos. Otra vez el insoportable silencio.
—Nos tendieron una trampa —se escuchó decir a un muy angustiado, David.
—No puedo creer que se lo haya comido —dijo Ángela compungida.
A Jacinto le costaba salir de su asombro y pensó inmediatamente en Merlina.
—Tenemos que volver rápido a la hostería, tengo un mal presentimiento. —Tomó raudamente en la dirección contraria por la confusión que tenía en ese momento.
—Jacinto, es para allá, no se aleje con el farol que aquí no se ve nada —le gritó Ángela antes de que el hombre se alejara.

Volvieron rápidamente sobre sus pasos. Ahora el miedo de los tres era lógico, aunque la más calmada, como siempre, era Ángela, que nunca parecía sentir temor. Jacinto, esta vez, sintió que la bella mujer-ángel estaba más asustada que él. Lo preocupó. “Esto no me gusta nada... Vida tenía razón... Estamos fritos...”, pensaba mientras avanzaban en la penumbra de la noche. El canto de los grillos no volvía, pero a medida que se acercaban a la Hostería y Restaurante Villa Ilusa, un ruido uniforme y penetrante se escuchaba cada vez más cerca. Jacinto odió no tener cerca su viejo Ford para subirse, poner primera y salir quemando neumáticos. Aunque, quién sabe si arrancaría.

—Croac... croac... croac... —se escuchaba—. ¡Son ranas! —dijo Jacinto aguzando su oído—. ¡Y viene de la hostería!
—No, Jacinto, son sapos... Qué raro que estén dentro de la hostería... —aseguró y se sorprendió la mujer-ángel. Corrió adelantándose para abrir rápidamente la puerta y ver qué pasaba. Jacinto y David la vieron quedarse parada mirando hacia adentro sin saber qué hacer. Se acercaron a ella y también se quedaron sorprendidos. La boca abierta de Jacinto era una invitación a que le tiren monedas: el que emboca tres, gana un viaje a Cancún, pero esta vez acompañado.

Lleno de sapos estaba el lugar... Y nada más... Ningún niño-ángel, ni el cantinero Gabriel, ni los humanos estaban allí. Jacinto, lleno de rabia, dijo que había que sacar inmediatamente a todos esos sapos hacia afuera y buscar a los niños y a las personas. Casi pisa a uno al adelantarse dentro de la hostería y restaurante. Ángela lo detuvo con violencia, lo que sorprendió y asustó a nuestro hombre. Ella le dijo enérgicamente:
—¡Cuidado... Mire donde pisa... ellos son los niños y las personas...!
—¿Los sapos? Pero por favor Ángela, te hizo mal la noche, estás diciendo pavadas...
—Jacinto, ya le dije una vez que no me ofenda, ¡sé lo que digo!
—Son ellos —dijo David tan seguro como la bella mujer-ángel—. Fíjese, algunos tienen pequeñas alitas.
Los sapos saltaban alrededor de los tres y algunos trataban de volar con sus alitas, aunque, no podían elevarse más que unos pocos centímetros. A Jacinto se le volvió a caer el alma a los pies como en otro momento de esta historia, pero reaccionó entusiasmado:
—Ángela, David, conviértanlos otra vez en humanos, ¿quién mejor que ustedes para hacerlo? ¿O voy a tener que llamar a la abuela María...? ¡Ja!
La bella mujer-ángel y David, entonces, comenzaron a usar todo su poder para volver a la normalidad a los sapitos. Lo intentaban e intentaban... Y nada. Jacinto se ponía cada vez más impaciente.
—¿Y?
Y nada, no pasaba nada. Pronto se dieron cuenta de que habían perdido todo su poder, ¿pero cómo?
¡Esto sí que no estaba en los planes!

martes, 5 de enero de 2010

La Villa Ilusa. Capítulo 13.

Resumen del capítulo anterior: Jacinto, entra a la hostería de la Villa Ilusa, con un plan para distraer a los secuestradores de los niños, con el fin de que los pequeños puedan escapar. Les hace un truco que no tiene la menor idea de como realizarlo: les dice que va a convertir un billete de 20 pesos en cuarenta billetes iguales. Los malvados se disponen a ver como lo hace y los niños, alertados por Ángela desde la ventana, intentan escapar de allí. Aparece de pronto la cerdita Julia, que chillando advierte a los secuestradores. Ángela la convierte en un jamón. Varios de los niños logran escapar, pero la mayoría, no. Jacinto, asombrado por los cuarenta billetes en su mano, es encañonado por uno de los hombres dispuesto a matarlo. Nuestro hombre espera el desenlace imaginando que el secuestrador es un animal horrible, e... increíblemente, el hombre se convierte en una hiena. Los secuestradores huyen de la hostería, pero uno de ellos tropieza con el jamón-Julia en la vereda, Jacinto se abalanza sobre él y lo reduce con la ayuda del mago David. Ángela convierte a otro de los secuestradores en una gárgola y el secuestrador-hiena logra escapar al bosque de pinos. Luego, todos felices, escuchan alardear a Jacinto por lo que hizo: convertir el billete de 20 pesos en cuarenta iguales y convertir al tipo en una hiena. Ángela intenta hacerle entender a Jacinto de lo que es capaz, pero él está muy entusiasmado probando un sandwich de jamón que le ofrece la cocinera.


A la mañana siguiente, y con un sol que rajaba la tierra, todos los niños, Ángela y el cantinero se reunieron en el restaurante para planear los pasos a seguir. La pequeña Merlina solo quería volver con su abuela, y el mago David sabía que tenían que prepararse para un posible nuevo ataque de los exterminadores, porque estos nunca se dan por vencidos.
—Estoy seguro de que el próximo va a ser peor —decía preocupado.
—Sí, David, lo sé —dijo Ángela—, y más teniendo en cuenta que la mayoría de ustedes están a punto de ser ángeles, y pronto tendrán que ir a hacer su trabajo.
—Merlina se irá con Jacinto —dijo el cantinero—. A ella le faltan unos años todavía...
—Sí, y él tendrá que asumir su condición de ángel... Ángel de la guarda de la pequeña...
—No te preocupes Ángela —se oyó decir a Jacinto, que bajaba las escaleras viniendo de su cuarto para unirse al grupo—. Lo que pasó ayer me trajo a la memoria cosas que había olvidado, como alguna de antes de nacer, por ejemplo... Ahora sé que quise ser humano... Como también sé por qué estoy aquí; hace un rato, dándome una ducha, descubrí mis alas, porque anoche supe que quería volver a ser lo que fui alguna vez... Un ángel.

La confesión de Jacinto no sorprendió a nadie. Todos sabían que su presencia en la Villa no era casual, su título de vendedor de seguros de vida era casi una justificación de su misión en la Tierra; absurda quizá pero justificación al fin; él era un ser alado como Ángela, destinado a proteger a niños como Merlina. Jacinto reflexionó mucho esa noche en su cuarto de la hostería. Él, que jamás se interesó por los niños, comprendió que en todo el mundo hay pequeños desprotegidos por distintas razones. Supo que llegan a este mundo para ser protagonistas de un mundo mejor. Pero están los exterminadores de ángeles, los que combaten a los que protegen a todos, a los que pueden lograr ese mundo soñado.
“¿Dónde están esos exterminadores?”, se había preguntado y lo supo: están en todos lados, son mayoría, comandan las divididas naciones de la Tierra, deciden quiénes se enriquecen, quiénes se empobrecen y quiénes mueren porque nos les sirven y es muy difícil luchar contra ellos.
Y si no, ¿cómo se justifica que en todo el mundo tantos niños mueran de hambre o sean maltratados, sufran o no puedan disfrutar de algo tan lleno de magia como debe ser la niñez? ¿Acaso no se supone que todos tienen un ángel que los protege?
Sí, lo tienen, pero indudablemente el mal es más poderoso y esto Jacinto lo supo, porque empezó a darse cuenta, a entender o quizás a recordar.

En los días siguientes, los mayores hacían planes para seguir trabajando con los niños. El entusiasmo por la noble misión que tenían, hacía que ya no tuvieran intenciones de escapar. El cantinero, ejerciendo su condición de jefe fue muy claro: esta vez, el que quisiera irse podía hacerlo con la promesa de no revelar al mundo lo que allí pasaba. Todos decidieron quedarse, hasta la maestra que seguía preguntándose de dónde conocía a este Jacinto tan heroico.

La paz volvió a la Villa Ilusa y cada uno retomó su trabajo. Los niños concurrieron a sus clases con la maestra y se ejercitaron con Ángela, el cantinero y Jacinto para hacer su trabajo de ángeles de la guarda. Jacinto mismo aprendió cosas de la joven Ángela y del cantinero tan alado como él, que se convirtió en su amigo; entonces supo que su nombre era Gabriel, el cantinero Gabriel, así, como un título nobiliario. Descubrió que todos los que alguna vez llegaban a la Villa estaban solos en la vida, ninguna familia lamentaría sus ausencias. Eso lo alegró, para él fue una preocupación menos.

Algunos niños aprendieron a volar y otros, como David y Merlina, ya lo hacían. Se divertían con Ángela volando por entre los pinos y rasante por encima de las casitas. Jacinto volvió a sentirse un niño haciendo lo mismo que ellos. Reían y disfrutaban como deberían disfrutar los niños de todo el mundo.
Ángela les enseñó a ver a los seres elementales de la naturaleza, a convivir con ellos. Hadas, gnomos y duendes participaban del aprendizaje de los niños alados. Estos seres se comprometieron a enseñarles a todos los niños del mundo a que puedan verlos, como a Jacinto le había pasado alguna vez. Todos aprendieron a tener la intuición que se necesita para descubrir entre la gente a los exterminadores y a combatirlos.
Los niños se ejercitaron y superaron su aprendizaje de magia, y no solo para convertir a los exterminadores en sapos o en lo que fuera, sino para que la vida de los que protegieran fuera mágica, como debe ser.

La Villa Ilusa era una verdadera escuela de ángeles hasta para Jacinto, que por fin le encontró un sentido a su vida, a su soledad que ya había quedado atrás. Los niños- ángeles se metieron de lleno en el corazón del hombre; desde David el mago y Merlina, hasta un niño llamado Santiaguito, "el remolón". Le decían así porque costaba hacerlo levantar en las mañanas para que fuese a clase o a practicar con Ángela. Siempre se perdía pero por suerte finalmente lo encontraban durmiendo en el bosque, con un duende cuidándolo y velando su sueño.
Jacinto se había convertido en el tipo más feliz del mundo allí en la Villa. Se olvidó de sus seguros de vida, aunque sabía que en algún momento tendría que volver a trabajar viajando por los caminos del país, y ocupándose, a la vez, de la crianza de Merlina. Eso sí, sus anécdotas spielberianas pasarían a ser un recuerdo lejano. Ahora ya tenía cosas mejores para contar, esperanzas de una vida mejor.

—Ya es hora de volver a Buenos Aires con Merlina — les dijo Jacinto a Ángela y David. —Yo me voy a encargar de que llegue a ser un ángel de la guarda, porque aunque nuestra misión sea difícil, no podemos bajar los brazos... O las alas.
—Estoy feliz, Jacinto, de que haya pasado estas semanas con nosotros en la Villa, fueron días maravillosos y todos aprendimos muchas cosas de usted, de su bondad por ejemplo —le aseguró la bellísima Ángela, para alegría del hombre-ángel, que seguía más enamorado que nunca.
Los niños, ya ángeles, se prepararon para volar de allí a cuidar a niños de otros lugares del mundo, o a otra Villa Ilusa en cualquier parte y enseñarles a niños como ellos todo lo aprendido. Llegarían pronto más niños a esta Villa para aprender y cumplir con sus deseos.

De repente alguien llegó, y no un niño presisamente, sino Vida, una mujer mayor que, a pesar de su edad, sus magníficas alas podían llevarla al lugar del mundo que quisiera. Ángela supo que su presencia sería motivo de preocupación para todos. No había volado hasta la Villa Ilusa en vano, no: cuando llegaba a alguna Villa era para advertir de un peligro que se avecinaba. Esa mujer tenía la suficiente intuición como para saberlo de antemano.
Vida reunió a todos y les dijo que se prepararan para lo peor. Los exterminadores de ángeles darían pronto un ataque terrible, devastador, sin piedad. Sentían que habían perdido una batalla contra Jacinto y Ángela pero no la guerra. Darían el golpe final en el momento menos esperado y de la manera menos esperada.

Vida se fue. Cumplió con su misión de advertir y dejó la Villa Ilusa volando como había llegado. Jacinto, Ángela, el Cantinero Gabriel y David se reunieron para trazar planes de defensa. El problema era cómo trazar un plan contra algo que no se tenía ni la más minima idea de por dónde iba a atacar y de qué manera. Jacinto tuvo una idea para él brillante: huir lo más rápido posible. Ya he dicho en este relato que nuestro héroe no tenía ideas innovadoras ni mucho menos. Todos lo desestimaron. Había que defender la Villa con uñas y dientes; no quedan muchos jarrones sanos por allí.
—Yo creo —dijo Jacinto—, por lo que he visto hasta ahora, que esto no va a pasar de un gigante como el que vimos en el bosque. ¿No te parece, Ángela? Y ahí nomás le pegás una buena paliza hasta convertirlo en sapito.
—No sé, Jacinto, imagínese que sean diez los gigantes.
—No me estás ayudando a que tenga un poco de fe, quiero creer que no va a ser para tanto; además, esta señora que vino a advertirnos quizá ya tenga chochera y no pase nada en realidad —trató de convencerse a sí mismo.
— Esta señora, como usted dice, sabe lo que dice, por eso estoy muy preocupada por los niños — lo bajó a la realidad Ángela.

Jacinto intentaba imaginarse de qué manera aparecerían los exterminadores. Se le ocurrió que si tantos habían sido convertidos en sapos en todo el mundo, entonces, si millones de esos sapos invadieran la Villa, se los tragarían a todos como a moscas. O, si lo hicieran miles de cerditas como Julia, con sus chillidos romperían los tímpanos de los niños-ángeles, para que después no puedan escuchar lo que los niños de todo el mundo necesitan.
—Lo primero que tenemos que hacer es juntarnos todos los habitantes de la Villa aquí y esperar a ver qué pasa —dijo Jacinto, que ya estaba con su mente viajando por los caminos del país, como cuando salía a vender sus seguros de vida.
—Tranquilo, Jacinto —le dijo David—, de esta salimos como siempre lo hemos hecho. —Y miró al cielo como suplicando que a sus palabras no se las llevara el viento. Suficiente para que Jacinto se persignara y deseara, por un instante, no haber entrado nunca en esta historia.

Los días siguientes fueron muy tranquilos. El sol, salía a pleno, sin nubes que lo taparan, y las noches estrelladas creaban un microclima tan agradable que era imposible pensar que algo o alguien pudiese romper esa monotonía. La bella Ángela no se dejaba llevar por esa aparente quietud. Vivía en alerta máxima, como también David y el cantinero Gabriel. A Jacinto, esta paz le empezaba a resultar insoportable porque recordaba que cuando llegó con Ángela a la Villa Ilusa, el cielo estrellado y maravilloso tampoco hacía presagiar lo que después ocurrió. Se limitó a no sacarle los ojos de encima a Merlina, no dejando que se alejara de él ni un momento, ni a sol ni a sombra. Sabía que su responsabilidad era protegerla como fuera. Descubrió un jarrón con flores silvestres, las arrojó a un cesto de basura y anduvo con el jarrón en su mano por todos lados, luego se arrepintió de algo tan absurdo, porque pensó que lo que tendría que hacer era intentar convertir en sapo a quien se atreviera a tocar a la niña.

Como no pasaba nada, todos volvieron a sus rutinas. Volaban los niños, Jacinto y Ángela, La maestra daba sus clases. Pero una noche, mientras todos cenaban en el restaurante de la Villa, David notó que el pequeño Santiaguito, "el remolón", no estaba con ellos. "Esto si que es grave", pensó Jacinto preocupado.
Ya le habían dicho al niño, enérgicamente, que no se alejara al bosque, por su costumbre de quedarse dormido, y seguramente era lo que había hecho. Todos temieron por él. Merlina comenzó a llorar y Jacinto la tranquilizó prometiéndole que lo traería de vuelta pronto. Salió del restaurante, se detuvo en la vereda, observó la negrura impenetrable de la noche, las siluetas fantasmales de los pinos y, mientras se preguntaba por dónde empezaría a buscarlo, casi se hace en los pantalones.