jueves, 21 de enero de 2010

La Villa Ilusa. Capítulo 15.

Resumen del capítulo anterior: Una noche, cenaban todos en el restaurante de la Villa Ilusa, cuando David, el mago, se dio cuenta de que Santiaguito "el remolón" no se encontraba allí. Jacinto, Ángela y David, se internan en el bosque de pinos para buscarlo, porque seguramente, se quedó dormido como siempre lo hacía. La noche era cerrada y muy fría. De pronto aparece una bandada de mosquitos que se ensañan con la piel de Ángela y David, picándolos. A Jacinto no le hacen mella, él asegura que es porque tiene sangre amarga. Cuando llegan al lugar en el que se supone debería estar durmiendo el niño, se encuentran con el secuestrador-hiena (convertido por Jacinto en ese animal), esperándolos, riéndose y sosteniendo en su boca la gorra de Santiaguito. Nuestros héroes se dan cuenta de que les han tendido una trampa y, temiendo que la hiena se haya comido a Santiaguito "el remolón" y también por los niños que quedaron en la Hostería y Restaurante Villa Ilusa, regresan inmediatamente. Cuando llegan, descubren que los humanos, el cantinero Gabriel y todos los niños no están allí, pero sí el lugar está lleno de sapos. Ángela y David advierten que los sapos son los niños-ángeles y los humanos al observar que algunos tienen alitas. Jacinto, furioso y asombrado, les pide que con su poder vuelvan a convertir a los sapos en lo que eran antes. Ángela y David, entonces, lo intentan una y otra vez... Pero no lo logran. Habían perdido todo su poder. ¿Pero cómo?


Otra vez la risa histérica del secuestrador-hiena los sobresaltó, pero no era una sola risa, sino varias a la vez. Cuatro, seis, diez histéricos se reían al unísono entrando a la hostería armados hasta los dientes con armas de diversos calibres. Jacinto, Ángela y David se vieron rodeados e impotentes ante semejante invasión de exterminadores. Estos hombres y el secuestrador-hiena, que parece que disfrutaba de su condición animal, habían ganado la batalla. Tenían a nuestros héroes vencidos y dominados. No había nada que hacer.
Jacinto sintió superada su capacidad de defensa; David, sin sus poderes, sabía que no podría luchar contra ellos. Ángela cayó en ese momento en una profunda tristeza. Vida se los había advertido, pero ellos no podían saber cómo sería ese ataque final, aunque a los tres les resultaba increíble que la Villa Ilusa, con todos ellos dentro, fuera a ser destruida tan fácilmente.

—¿Qué hicieron con Santiaguito? —preguntó Jacinto, temeroso por lo que le fueran a responder. Uno de ellos se adelantó a los demás exterminadores:
—Bueno, a este chico parece que le gusta mucho dormir, así que seguirá durmiendo.
En eso, una pequeña marmota rechoncha entró rápidamente a la Hostería y Restaurante Villa Ilusa y fue directo a acomodarse debajo de una mesa para dormir plácidamente. Los exterminadores rieron más fuerte mientras Jacinto, Ángela y David se sintieron morir. Uno de los exterminadores, muy contento dijo entonces:
—Hibernará por varios meses la pobrecita... Ja, ja, ja...
El secuestrador-hiena se reía y se reía y no paraba de reírse. Realmente la situación para él era muy graciosa y estaba a sus anchas.

Inmediatamente, los malvados seres oscuros comenzaron a hacer planes para exterminarlos a todos:
—A los sapos los dejamos así, total de aquí en más se la pasarán comiendo bichos —decía uno—. Yo diría que les demos de comer hasta que exploten —decía otro—. Ja, ja, ja —festejaban todos los seres oscuros.
El secuestrador-hiena movía su cabeza afirmativamente con una amplia sonrisa ante cada idea de los seres oscuros. Quería dar su parecer también ante esa situación en la que se sentía en la gloria. Los exterminadores reían y seguían dando su sentencia para exterminar a nuestros héroes. El secuestrador-hiena intentaba que prestaran atención a lo que quería decir; lo hacía ya casi con desesperación, pero había un problema... ¡Las hienas no hablan!
Se quedaban mirándolo esperando su plan, pero el pobre no podía decir nada. La situación para él era terrible... Dejó de reír... Comprendió que era un animal sin voz ni voto... Agachó su cabeza, dio media vuelta y se alejó al bosque de pinos caminando lentamente. Cabizbajo, vencido, destruído... Serio.
Todos lo vieron alejarse: nuestros héroes, los sapitos, los exterminadores... La marmota Santiaguito no, porque seguía durmiendo.
A más de uno se le escapó una lágrima al verlo así. Jacinto, muy apenado pensó: "Pobre, debe ser la única hiena triste en todo el mundo".
Ya no lo volvieron a ver.

Los exterminadores se olvidaron pronto del pobre animalito y siguieron con lo suyo. No nos olvidemos que son seres muy malos.
—A estos tres fusilémoslos ahora y aquí mismo —decían—. No, mejor afuera y al amanecer, como en las películas...
David estaba emocionalmente destruido. Miraba el piso y en él a todos los sapos, con alitas o no, mirándolo como suplicándole que los ayudara de alguna manera. No sabía qué hacer sin sus poderes.
Ángela, vencida y sin fuerzas para intentar algo, miraba hacia la ventana de la hostería y restaurante, recordando los viejos tiempos y su lucha contra estos seres demoníacos, los momentos pasados con Jacinto para salvar la Villa Ilusa que, ahora, parecía haber llegado a su final indeclinable. Sonrió al ver un par de mosquitos que se golpeaban en el cristal de la ventana, atraídos por la luz interior. “Pensar que me preocupaba hace un rato porque me picaban... Esto que nos está pasando es lo verdaderamente terrible...” Pensaba la bella y dulce mujer-ángel, ahora con sus alas inutilizadas.
—Tenemos que despellejarlos —seguían diciendo los hombres ya reunidos pero sin dejar de vigilar a sus prisioneros—. Cortémosle las alas.
Ángela, abstraída con su pensamiento, se lamentaba: “Los mosquitos... pensar que a algunos los maté y... ¡Los mosquitos!... ¡Claro los mosquitos!” Se gritó dentro de su cabeza. Casi sin abrir la boca y entre dientes le dijo a Jacinto:
—¡Los mosquitos... Los mosquitos! ¿Me entiende, Jacinto? Los mosquitos...
Jacinto la miró compungido y esbozando una débil sonrisa. “Pobre —pensó—. Está enloqueciendo como ese personaje que vi una vez en la película Drácula y que comía moscas.”
Entonces le dijo susurrando:
—Tranquila Ángela, la hora de la cena ya pasó...
Con los ojos del color del mar Caribe abiertos como platos, le gritó entre dientes al confundido hombre-ángel:
—¡Los mosquitos, a usted no lo picaron!
—Si ya sé, me lo vas a decir a mí. ¿Qué me venís con eso justo en este momento terrible?
—¿Qué pasa ahí, de qué están hablando...? Callensé o les vuelo la cabeza a los tres... qué tanto... —les gritó uno de los hombres que salió de la reunión pre-exterminación revoleando sobre su cabeza un revólver enorme. Luego volvió a su lugar.
—Colguémoslos de los pies hasta que toda la sangre se les vaya a la cabeza —proponía uno de ellos.
—No, mejor saquémosles las uñas con una pinza de depilar —apuntaba otro.
David se dio cuenta rápidamente de lo que Ángela le había querido decir a Jacinto.
—Nos quitaron los poderes a través de los mosquitos, Jacinto, pero usted no los perdió ¿entiende? No lo picaron... Piense por favor...
Ángela miró a Jacinto con una sonrisa cómplice y esperanzadora.
—No, no entiendo nada —dijo el hombre mirando el techo y con ganas de llorar.

—Quemémoslos en una pira enorme como a Juana de Arco —seguían diciendo los hombres en su reunión—. Pongámosles una pinza en la nariz y una naranja en la boca hasta que se queden sin aire...
—¿Qué tal si los enterramos vivos?
—¡Esa sí que es buena idea!
Jacinto escuchaba todo esto y los odiaba cada vez más; cómo podían ser tan malos, se merecían lo peor, pero este hombre tan bueno y tan alejado de pensar en soluciones terribles, solo recordó que, de niño, tuvo una etapa en la que sintió mucho odio, tanto como ahora le estaba pasando: Resulta que su madre le había comprado un impermeable amarillo para los días de lluvia. Los niños se reían de su impermeable amarillo. Odiaba tanto ese impermeable que desde aquella vez el color amarillo pasó a ser detestable para él. “Amarillo, maldito color el amarillo... Pero ¿por qué ahora tengo que pensar justo en ese color? ¡Qué me pasa, por favor, si nos van a matar de la peor manera!”, se lamentaba para sus adentros, sin dejar de pensar en ese ¡horrible! impermeable amarillo.

—Atémosles las manos en la espalda, les prendemos fuego al pelo y que salgan corriendo por el bosque...
—Ja, ja, ja, esa sí que es buena...
—Tengo otra, tengo otra, cuac... ¡Eh! saquémosles el cuero cabelludo como lo hacían los sioux... ¡Cuac!
—¡Síííí! Cuac, cuac... ¡Pero vivos!
—¡Cuac... Ja... Cuac, cuac, cuac, ja, ja, cuac, cuac, cuac, cuac...!

Ángela y David empezaron a saltar de alegría:
—Jacinto, ¡lo logró, lo logró! ¡Otra vez lo hizo! —gritaba de felicidad la bellísima mujer. Jacinto no salía de su asombro. Todos los exterminadores se convirtieron en patitos con un hermoso plumaje color amarillo... amarillo patito, por supuesto. Se chocaban entre ellos, mordían los cordones de los zapatos de Jacinto, intentaban picotear a los sapitos-ángeles, estaban realmente desesperados.
—Ahora, Jacinto, vuelva a convertir en humanos a los sapos. ¡Vamos, usted puede! —le ordenó David.
Cerró los ojos, se concentró con un esfuerzo terrible, Ángela cruzó los dedos y... ¡Todos los sapitos volvieron a la normalidad! Pero con un pequeño problemita: todos con la misma cara del cantinero Gabriel... Fueran hombres o mujeres. ¡Noooooo!
La cuestión es que después de media hora de intentos, porque a veces eran iguales a la cocinera o al doctor, Jacinto por fin lo logró. Menos mal, porque cuando fueron todos iguales a uno de los gnomos, más de uno pensó en suicidarse.

Los niños-ángeles, el cantinero Gabriel, los humanos, David y Ángela, abrazaban a este hombre que era más héroe que nunca. La maestra le preguntó:
—¿Usted no hizo de galán en la tele alguna vez? Porque de algún lado lo conozco...
De repente, se escuchó una voz que venía de debajo de la mesa donde dormía Santiaguito, convertido en marmota y ahora otra vez humano:
—Tengo hambre, ¿qué hay de comer? —dijo el niño desperezándose y bostezando.
—¡Pero este pibe se la pasa durmiendo y comiendo, se va a poner como un cerdo! —gritó Jacinto en el medio de los abrazos.
—¡Nooooo, Jacinto! —gritaron todos.
—Oink... oink...— refunfuñó Santiaguito.





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