martes, 5 de enero de 2010

La Villa Ilusa. Capítulo 13.

Resumen del capítulo anterior: Jacinto, entra a la hostería de la Villa Ilusa, con un plan para distraer a los secuestradores de los niños, con el fin de que los pequeños puedan escapar. Les hace un truco que no tiene la menor idea de como realizarlo: les dice que va a convertir un billete de 20 pesos en cuarenta billetes iguales. Los malvados se disponen a ver como lo hace y los niños, alertados por Ángela desde la ventana, intentan escapar de allí. Aparece de pronto la cerdita Julia, que chillando advierte a los secuestradores. Ángela la convierte en un jamón. Varios de los niños logran escapar, pero la mayoría, no. Jacinto, asombrado por los cuarenta billetes en su mano, es encañonado por uno de los hombres dispuesto a matarlo. Nuestro hombre espera el desenlace imaginando que el secuestrador es un animal horrible, e... increíblemente, el hombre se convierte en una hiena. Los secuestradores huyen de la hostería, pero uno de ellos tropieza con el jamón-Julia en la vereda, Jacinto se abalanza sobre él y lo reduce con la ayuda del mago David. Ángela convierte a otro de los secuestradores en una gárgola y el secuestrador-hiena logra escapar al bosque de pinos. Luego, todos felices, escuchan alardear a Jacinto por lo que hizo: convertir el billete de 20 pesos en cuarenta iguales y convertir al tipo en una hiena. Ángela intenta hacerle entender a Jacinto de lo que es capaz, pero él está muy entusiasmado probando un sandwich de jamón que le ofrece la cocinera.


A la mañana siguiente, y con un sol que rajaba la tierra, todos los niños, Ángela y el cantinero se reunieron en el restaurante para planear los pasos a seguir. La pequeña Merlina solo quería volver con su abuela, y el mago David sabía que tenían que prepararse para un posible nuevo ataque de los exterminadores, porque estos nunca se dan por vencidos.
—Estoy seguro de que el próximo va a ser peor —decía preocupado.
—Sí, David, lo sé —dijo Ángela—, y más teniendo en cuenta que la mayoría de ustedes están a punto de ser ángeles, y pronto tendrán que ir a hacer su trabajo.
—Merlina se irá con Jacinto —dijo el cantinero—. A ella le faltan unos años todavía...
—Sí, y él tendrá que asumir su condición de ángel... Ángel de la guarda de la pequeña...
—No te preocupes Ángela —se oyó decir a Jacinto, que bajaba las escaleras viniendo de su cuarto para unirse al grupo—. Lo que pasó ayer me trajo a la memoria cosas que había olvidado, como alguna de antes de nacer, por ejemplo... Ahora sé que quise ser humano... Como también sé por qué estoy aquí; hace un rato, dándome una ducha, descubrí mis alas, porque anoche supe que quería volver a ser lo que fui alguna vez... Un ángel.

La confesión de Jacinto no sorprendió a nadie. Todos sabían que su presencia en la Villa no era casual, su título de vendedor de seguros de vida era casi una justificación de su misión en la Tierra; absurda quizá pero justificación al fin; él era un ser alado como Ángela, destinado a proteger a niños como Merlina. Jacinto reflexionó mucho esa noche en su cuarto de la hostería. Él, que jamás se interesó por los niños, comprendió que en todo el mundo hay pequeños desprotegidos por distintas razones. Supo que llegan a este mundo para ser protagonistas de un mundo mejor. Pero están los exterminadores de ángeles, los que combaten a los que protegen a todos, a los que pueden lograr ese mundo soñado.
“¿Dónde están esos exterminadores?”, se había preguntado y lo supo: están en todos lados, son mayoría, comandan las divididas naciones de la Tierra, deciden quiénes se enriquecen, quiénes se empobrecen y quiénes mueren porque nos les sirven y es muy difícil luchar contra ellos.
Y si no, ¿cómo se justifica que en todo el mundo tantos niños mueran de hambre o sean maltratados, sufran o no puedan disfrutar de algo tan lleno de magia como debe ser la niñez? ¿Acaso no se supone que todos tienen un ángel que los protege?
Sí, lo tienen, pero indudablemente el mal es más poderoso y esto Jacinto lo supo, porque empezó a darse cuenta, a entender o quizás a recordar.

En los días siguientes, los mayores hacían planes para seguir trabajando con los niños. El entusiasmo por la noble misión que tenían, hacía que ya no tuvieran intenciones de escapar. El cantinero, ejerciendo su condición de jefe fue muy claro: esta vez, el que quisiera irse podía hacerlo con la promesa de no revelar al mundo lo que allí pasaba. Todos decidieron quedarse, hasta la maestra que seguía preguntándose de dónde conocía a este Jacinto tan heroico.

La paz volvió a la Villa Ilusa y cada uno retomó su trabajo. Los niños concurrieron a sus clases con la maestra y se ejercitaron con Ángela, el cantinero y Jacinto para hacer su trabajo de ángeles de la guarda. Jacinto mismo aprendió cosas de la joven Ángela y del cantinero tan alado como él, que se convirtió en su amigo; entonces supo que su nombre era Gabriel, el cantinero Gabriel, así, como un título nobiliario. Descubrió que todos los que alguna vez llegaban a la Villa estaban solos en la vida, ninguna familia lamentaría sus ausencias. Eso lo alegró, para él fue una preocupación menos.

Algunos niños aprendieron a volar y otros, como David y Merlina, ya lo hacían. Se divertían con Ángela volando por entre los pinos y rasante por encima de las casitas. Jacinto volvió a sentirse un niño haciendo lo mismo que ellos. Reían y disfrutaban como deberían disfrutar los niños de todo el mundo.
Ángela les enseñó a ver a los seres elementales de la naturaleza, a convivir con ellos. Hadas, gnomos y duendes participaban del aprendizaje de los niños alados. Estos seres se comprometieron a enseñarles a todos los niños del mundo a que puedan verlos, como a Jacinto le había pasado alguna vez. Todos aprendieron a tener la intuición que se necesita para descubrir entre la gente a los exterminadores y a combatirlos.
Los niños se ejercitaron y superaron su aprendizaje de magia, y no solo para convertir a los exterminadores en sapos o en lo que fuera, sino para que la vida de los que protegieran fuera mágica, como debe ser.

La Villa Ilusa era una verdadera escuela de ángeles hasta para Jacinto, que por fin le encontró un sentido a su vida, a su soledad que ya había quedado atrás. Los niños- ángeles se metieron de lleno en el corazón del hombre; desde David el mago y Merlina, hasta un niño llamado Santiaguito, "el remolón". Le decían así porque costaba hacerlo levantar en las mañanas para que fuese a clase o a practicar con Ángela. Siempre se perdía pero por suerte finalmente lo encontraban durmiendo en el bosque, con un duende cuidándolo y velando su sueño.
Jacinto se había convertido en el tipo más feliz del mundo allí en la Villa. Se olvidó de sus seguros de vida, aunque sabía que en algún momento tendría que volver a trabajar viajando por los caminos del país, y ocupándose, a la vez, de la crianza de Merlina. Eso sí, sus anécdotas spielberianas pasarían a ser un recuerdo lejano. Ahora ya tenía cosas mejores para contar, esperanzas de una vida mejor.

—Ya es hora de volver a Buenos Aires con Merlina — les dijo Jacinto a Ángela y David. —Yo me voy a encargar de que llegue a ser un ángel de la guarda, porque aunque nuestra misión sea difícil, no podemos bajar los brazos... O las alas.
—Estoy feliz, Jacinto, de que haya pasado estas semanas con nosotros en la Villa, fueron días maravillosos y todos aprendimos muchas cosas de usted, de su bondad por ejemplo —le aseguró la bellísima Ángela, para alegría del hombre-ángel, que seguía más enamorado que nunca.
Los niños, ya ángeles, se prepararon para volar de allí a cuidar a niños de otros lugares del mundo, o a otra Villa Ilusa en cualquier parte y enseñarles a niños como ellos todo lo aprendido. Llegarían pronto más niños a esta Villa para aprender y cumplir con sus deseos.

De repente alguien llegó, y no un niño presisamente, sino Vida, una mujer mayor que, a pesar de su edad, sus magníficas alas podían llevarla al lugar del mundo que quisiera. Ángela supo que su presencia sería motivo de preocupación para todos. No había volado hasta la Villa Ilusa en vano, no: cuando llegaba a alguna Villa era para advertir de un peligro que se avecinaba. Esa mujer tenía la suficiente intuición como para saberlo de antemano.
Vida reunió a todos y les dijo que se prepararan para lo peor. Los exterminadores de ángeles darían pronto un ataque terrible, devastador, sin piedad. Sentían que habían perdido una batalla contra Jacinto y Ángela pero no la guerra. Darían el golpe final en el momento menos esperado y de la manera menos esperada.

Vida se fue. Cumplió con su misión de advertir y dejó la Villa Ilusa volando como había llegado. Jacinto, Ángela, el Cantinero Gabriel y David se reunieron para trazar planes de defensa. El problema era cómo trazar un plan contra algo que no se tenía ni la más minima idea de por dónde iba a atacar y de qué manera. Jacinto tuvo una idea para él brillante: huir lo más rápido posible. Ya he dicho en este relato que nuestro héroe no tenía ideas innovadoras ni mucho menos. Todos lo desestimaron. Había que defender la Villa con uñas y dientes; no quedan muchos jarrones sanos por allí.
—Yo creo —dijo Jacinto—, por lo que he visto hasta ahora, que esto no va a pasar de un gigante como el que vimos en el bosque. ¿No te parece, Ángela? Y ahí nomás le pegás una buena paliza hasta convertirlo en sapito.
—No sé, Jacinto, imagínese que sean diez los gigantes.
—No me estás ayudando a que tenga un poco de fe, quiero creer que no va a ser para tanto; además, esta señora que vino a advertirnos quizá ya tenga chochera y no pase nada en realidad —trató de convencerse a sí mismo.
— Esta señora, como usted dice, sabe lo que dice, por eso estoy muy preocupada por los niños — lo bajó a la realidad Ángela.

Jacinto intentaba imaginarse de qué manera aparecerían los exterminadores. Se le ocurrió que si tantos habían sido convertidos en sapos en todo el mundo, entonces, si millones de esos sapos invadieran la Villa, se los tragarían a todos como a moscas. O, si lo hicieran miles de cerditas como Julia, con sus chillidos romperían los tímpanos de los niños-ángeles, para que después no puedan escuchar lo que los niños de todo el mundo necesitan.
—Lo primero que tenemos que hacer es juntarnos todos los habitantes de la Villa aquí y esperar a ver qué pasa —dijo Jacinto, que ya estaba con su mente viajando por los caminos del país, como cuando salía a vender sus seguros de vida.
—Tranquilo, Jacinto —le dijo David—, de esta salimos como siempre lo hemos hecho. —Y miró al cielo como suplicando que a sus palabras no se las llevara el viento. Suficiente para que Jacinto se persignara y deseara, por un instante, no haber entrado nunca en esta historia.

Los días siguientes fueron muy tranquilos. El sol, salía a pleno, sin nubes que lo taparan, y las noches estrelladas creaban un microclima tan agradable que era imposible pensar que algo o alguien pudiese romper esa monotonía. La bella Ángela no se dejaba llevar por esa aparente quietud. Vivía en alerta máxima, como también David y el cantinero Gabriel. A Jacinto, esta paz le empezaba a resultar insoportable porque recordaba que cuando llegó con Ángela a la Villa Ilusa, el cielo estrellado y maravilloso tampoco hacía presagiar lo que después ocurrió. Se limitó a no sacarle los ojos de encima a Merlina, no dejando que se alejara de él ni un momento, ni a sol ni a sombra. Sabía que su responsabilidad era protegerla como fuera. Descubrió un jarrón con flores silvestres, las arrojó a un cesto de basura y anduvo con el jarrón en su mano por todos lados, luego se arrepintió de algo tan absurdo, porque pensó que lo que tendría que hacer era intentar convertir en sapo a quien se atreviera a tocar a la niña.

Como no pasaba nada, todos volvieron a sus rutinas. Volaban los niños, Jacinto y Ángela, La maestra daba sus clases. Pero una noche, mientras todos cenaban en el restaurante de la Villa, David notó que el pequeño Santiaguito, "el remolón", no estaba con ellos. "Esto si que es grave", pensó Jacinto preocupado.
Ya le habían dicho al niño, enérgicamente, que no se alejara al bosque, por su costumbre de quedarse dormido, y seguramente era lo que había hecho. Todos temieron por él. Merlina comenzó a llorar y Jacinto la tranquilizó prometiéndole que lo traería de vuelta pronto. Salió del restaurante, se detuvo en la vereda, observó la negrura impenetrable de la noche, las siluetas fantasmales de los pinos y, mientras se preguntaba por dónde empezaría a buscarlo, casi se hace en los pantalones.


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