jueves, 14 de enero de 2010

La Villa Ilusa. Capítulo 14.

Resumen del capítulo anterior: Después de que Jacinto, Ángela y David vencieran a los secuestradores de los niños, allí en la Villa Ilusa, la paz volvió y cada uno retomó su trabajo. Jacinto, descubrió dándose una ducha, sus alas. Supo de esta manera que él también es un ser alado y con poderes: había convertido a uno de los secuestradores en una horrible hiena. También supo que los exterminadores de ángeles se encargan de desproteger a los niños de todo el mundo que llegan con una misión: la de ser felices y disfrutar de algo tan mágico como la niñez. Supo, además, que estos exterminadores comandan las naciones más poderosas y deciden quienes le sirven y quienes no. También descubrió que la Villa Ilusa es una verdadera escuela de ángeles de la guarda, donde todos se divierten aprendiendo. Jacinto vivía muy feliz allí; volando con Ángela, David y los niños. Se encariñó con todos los pequeños: desde el mago David, hasta uno llamado Santiaguito "el remolón"; le decían así porque siempre se quedaba dormido en el bosque y tenían que buscarlo. Un día, llegó Vida, una mujer mayor con poderosas alas. Lo hizo para advertirles a todos que los exterminadores darían un golpe final, terrible... Devastador. Inmediatamente y advertidos se prepararon para defender la Villa, pero nada pasaba. Hasta que una noche, mientras todos cenaban en el restaurante de la Villa Ilusa, David el mago, se dio cuenta de que Santiaguito "el remolón" no se encontraba allí. Temieron por su suerte y Jacinto decidió salir al bosque de pinos a buscarlo.


Ángela y David se unieron a Jacinto en la búsqueda de Santiaguito “el remolón”. Antes de salir hacia el bosque, nuestro héroe, ahora muerto de miedo, le pidió al cantinero Gabriel que cuidara a Merlina con su vida si fuera necesario y les recomendó a todos que no salieran de la hostería y restaurante por nada del mundo. La noche estaba bastante fresca; el cielo nuboso, sin luna, lo que hacía que la visibilidad fuera escasa. Por eso, Jacinto iba delante de la bella Ángela y David con un farol que, débilmente, alumbraba un poco el camino que emprendieron para internarse en el bosque. Todos conocían el lugar donde acostumbraba a dormir Santiaguito, y hacia allí se dirigieron. Los grillos cantaban hasta casi romper los tímpanos de los tres; las ranas croaban en un ritmo acompasado con ese canto mágico de la naturaleza.

—¿Vos creés, Ángela, que este será el comienzo del ataque del que nos habló Vida? —preguntó el hombre bastante preocupado.
—Quizá, Jacinto, no lo sé. Roguemos que solo sea lo que pensamos; que Santiaguito se haya dormido como siempre y no pase nada más.
—El tono de tu voz no me da confianza, estás bastante preocupada.
—Lo que pasa, Jacinto, es que hay que estar alerta siempre y... ¡Cómo pican estos mosquitos! —Ángela, se golpeaba los brazos y la cara, tratando de matar a varios mosquitos que se ensañaban con su blanca e inmaculada piel.
—¡A mí me están matando! —se quejó David un poco más atrás.
Jacinto se sorprendió por la cantidad de mosquitos que volaban alrededor de ellos en una noche tan fría.
—Hace demasiado frío y además nunca, desde que estoy en la Villa, había visto uno, lo siento por ustedes pero a mí ni me tocan... ¡Miren! Es que tengo la sangre amarga... ¡Ja!
—Lo envidio, Jacinto —dijo David— mi sangre debe ser un manjar para estos bichos.
De pronto, así como llegaron, los mosquitos desaparecieron. Un gran alivio entonces es lo que sintieron Ángela y David, mientras se apuraban para alcanzar a Jacinto, que, por no recibir picaduras de los mosquitos, jamás detuvo su marcha.

Ya no cantaban los grillos ni se escuchaba el croar de las ranas. El silencio comenzó a hacerse insoportable. La luz del farol produjo movimientos fantasmales al iluminar los troncos y las hojas de los pinos. Hay que ser muy valiente para estar en un lugar así. A Jacinto le temblaban las piernas y su cara se puso tan blanca que sobre ella se podría escribir un libro; es lo que pensó Ángela al llegar junto a él y ver que el pobre estaba parado frente al lugar donde se supone debería estar durmiendo Santiaguito “el remolón” y no había nadie allí... Por lo menos, ningún ser humano. El secuestrador-hiena, que había huido al bosque cuando Jacinto lo convirtió en ese animal, los estaba esperando para empezar a reírse a carcajadas. En su boca tenía la gorra de Santiaguito “el remolón”. Luego el horrible animal salió corriendo para perderse entre los pinos. Otra vez el insoportable silencio.
—Nos tendieron una trampa —se escuchó decir a un muy angustiado, David.
—No puedo creer que se lo haya comido —dijo Ángela compungida.
A Jacinto le costaba salir de su asombro y pensó inmediatamente en Merlina.
—Tenemos que volver rápido a la hostería, tengo un mal presentimiento. —Tomó raudamente en la dirección contraria por la confusión que tenía en ese momento.
—Jacinto, es para allá, no se aleje con el farol que aquí no se ve nada —le gritó Ángela antes de que el hombre se alejara.

Volvieron rápidamente sobre sus pasos. Ahora el miedo de los tres era lógico, aunque la más calmada, como siempre, era Ángela, que nunca parecía sentir temor. Jacinto, esta vez, sintió que la bella mujer-ángel estaba más asustada que él. Lo preocupó. “Esto no me gusta nada... Vida tenía razón... Estamos fritos...”, pensaba mientras avanzaban en la penumbra de la noche. El canto de los grillos no volvía, pero a medida que se acercaban a la Hostería y Restaurante Villa Ilusa, un ruido uniforme y penetrante se escuchaba cada vez más cerca. Jacinto odió no tener cerca su viejo Ford para subirse, poner primera y salir quemando neumáticos. Aunque, quién sabe si arrancaría.

—Croac... croac... croac... —se escuchaba—. ¡Son ranas! —dijo Jacinto aguzando su oído—. ¡Y viene de la hostería!
—No, Jacinto, son sapos... Qué raro que estén dentro de la hostería... —aseguró y se sorprendió la mujer-ángel. Corrió adelantándose para abrir rápidamente la puerta y ver qué pasaba. Jacinto y David la vieron quedarse parada mirando hacia adentro sin saber qué hacer. Se acercaron a ella y también se quedaron sorprendidos. La boca abierta de Jacinto era una invitación a que le tiren monedas: el que emboca tres, gana un viaje a Cancún, pero esta vez acompañado.

Lleno de sapos estaba el lugar... Y nada más... Ningún niño-ángel, ni el cantinero Gabriel, ni los humanos estaban allí. Jacinto, lleno de rabia, dijo que había que sacar inmediatamente a todos esos sapos hacia afuera y buscar a los niños y a las personas. Casi pisa a uno al adelantarse dentro de la hostería y restaurante. Ángela lo detuvo con violencia, lo que sorprendió y asustó a nuestro hombre. Ella le dijo enérgicamente:
—¡Cuidado... Mire donde pisa... ellos son los niños y las personas...!
—¿Los sapos? Pero por favor Ángela, te hizo mal la noche, estás diciendo pavadas...
—Jacinto, ya le dije una vez que no me ofenda, ¡sé lo que digo!
—Son ellos —dijo David tan seguro como la bella mujer-ángel—. Fíjese, algunos tienen pequeñas alitas.
Los sapos saltaban alrededor de los tres y algunos trataban de volar con sus alitas, aunque, no podían elevarse más que unos pocos centímetros. A Jacinto se le volvió a caer el alma a los pies como en otro momento de esta historia, pero reaccionó entusiasmado:
—Ángela, David, conviértanlos otra vez en humanos, ¿quién mejor que ustedes para hacerlo? ¿O voy a tener que llamar a la abuela María...? ¡Ja!
La bella mujer-ángel y David, entonces, comenzaron a usar todo su poder para volver a la normalidad a los sapitos. Lo intentaban e intentaban... Y nada. Jacinto se ponía cada vez más impaciente.
—¿Y?
Y nada, no pasaba nada. Pronto se dieron cuenta de que habían perdido todo su poder, ¿pero cómo?
¡Esto sí que no estaba en los planes!

No hay comentarios:

Publicar un comentario