jueves, 11 de febrero de 2010

La Villa Ilusa. Capítulo 18.

Resumen del capítulo anterior: Un mar de agua dulce sepultó a la Villa Ilusa con todos dentro: Jacinto, Merlina, Ángela, el cantinero Gabriel, los niños-ángeles, los humanos, los gnomos y hadas, hasta los patitos exterminadores. Luego quietud de las aguas, silencio. Una cabeza emergió a la superficie: Jacinto sosteniendo a Merlina en sus brazos. El hombre-ángel agitó sus alas mojadas para elevarse y ver desde el cielo el horrendo panorama. Todo el bosque de pinos había sido inundado por la fuerza del agua al abrirse un dique por ingenieros que no tenían idea de que allí se encontrara la Villa Ilusa... O si. De pronto aparecieron los niños-ángeles, con David a la cabeza y el cantinero Gabriel que agitando sus alas se juntaron con Jacinto y Merlina. Ángela no estaba con ellos. Temieron que la bella mujer-ángel no hubiese podido salvarse. Probablemente los humanos habitantes de la Villa Ilusa, tampoco. De repente Merlina divisó en el horizonte una nube negra que se acercaba velozmente produciendo un zumbido que hería los oídos. Se aprestaron a defenderse de este nuevo ataque de los exterminadores de ángeles. Millones de avispas los atacaron clavando sus aguijones en la piel de cada uno y destrozando sus alas de manera terrible. No pudieron resistir tanta agresión y cayeron a las aguas del enorme lago que se había formado y en segundos se ahogarían.


Una luz, una explosión de luz intensa de repente encegueció a todos. Las avispas se alejaron de los cuerpos de Jacinto, Merlina, de todos, y estallaron como si una bomba nuclear las destruyera. Los millones de insectos cayeron al lago desapareciendo en su superficie. El cielo se limpió y volvió a su azul intenso, con algunas nubes blancas y puras que dibujaban hermosas figuras allí arriba, como si nada hubiera pasado jamás.
El dolor por las heridas causadas por las avispas comenzó a cesar. Merlina, que lloraba desconsoladamente, se calmó al ver que los pinchazos en su cuerpito desaparecían y cicatrizaban instantáneamente. La piel de todos volvió a ser normal, sana, y sus alas recuperaron las fuerzas. Se elevaron nuevamente sintiéndose como nuevos.

Ángela, envuelta en un halo de luz inmenso e intenso, estaba frente a ellos socorriéndolos con un enorme poder, evitando que fueran vencidos. Jacinto sintió que por segunda vez le salvaba la vida.
Su figura blanca era bellísima, con sus brazos abiertos y una túnica que la vestía y ondeaba suavemente por el viento. Jacinto amó más que nunca en ese momento a su ser celestial, que se empecinaba en salvarlo una y otra vez. La amó como los hombres de otras épocas amaron a sus dioses y diosas del Olimpo.
Los niños-ángeles, el cantinero Gabriel y Merlina observaban a este ser alado tan hermoso con profunda admiración y agradecimiento. Felices de verla de nuevo y de saber que todos habían sobrevivido a la terrible inundación.

Pero otra vez un ruido muy fuerte los envolvió, como si el mundo entero estallara; un simbronazo terrible. Jacinto miró al cielo harto y decepcionado, por lo que presumía un nuevo ataque de los exterminadores de ángeles de la guarda. ¡Otra vez no! ¿Hasta cuándo, por Dios? Todos se dieron vuelta aprestándose a defenderse como pudieran, y lo que vieron fue que, allá abajo, el agua del lago se abrió como si fuera a emerger una montaña, un volcán encendido. Pero no fue ni una cosa ni la otra, sino una media esfera enorme conteniendo en su interior a la Villa Ilusa. Intacta. Con sus pocas casitas y la hostería y el restaurante perfectamente sanos y salvos, tan coquetos como Jacinto los había visto en sus días vividos allí.

La Villa Ilusa se elevó frente a ellos como si fuera una nave; todos sus habitantes: el doctor, la maestra, sus mujeres y hombres estaban allí, vivos, acompañados por las hadas, los gnomos, los duendes y los patitos exterminadores nadando en un lago que se formó artificialmente.
La Villa Ilusa se elevó viajando ahora quién sabe adónde, y comenzó a ocultarse entre las nubes, a irse lejos hasta perderse de vista.
Para Jacinto, el cantinero Gabriel y los niños-ángeles, esto ya colmaba cualquier expectativa; se miraban entre ellos esperando que alguien tuviera una explicación posible, pero también muy felices por la Villa, que seguramente iría a instalarse en algún otro lugar.
Se dieron vuelta para compartir su alegría con Ángela, pero ya no estaba allí. Se había ido. Quizás con la Villa Ilusa o, pensó Jacinto, a realizar otros milagros en cualquier otra parte del mundo.

Ya no había otra cosa qué hacer. Se despidieron allí en el cielo y cada uno tomó distintas direcciones, a otras Villas Ilusas o al encuentro de algún niño que proteger y así cumplir con sus misiones.
Entonces Jacinto emprendió el regreso. Voló muy lejos de allí con Merlina. Lo hizo escoltado por hadas que se turnaban para no dejarlos solos. Protegiéndolos. La Villa Ilusa ya era un recuerdo. Su meta era la vieja casona de la abuela María. Lloró todo el trayecto por Ángela, su ángel amado, y por los niños a los que seguramente ya no volvería a ver. Por el mago David, al que le había tomado cariño, y por todos los hombres y mujeres de buena voluntad que habitaban la Villa Ilusa. Y también por todos los seres humanos de este mundo maltratado por nosotros, por nuestra casa, nuestra única casa.

Pocos días después, tranquilo, en el enorme living de la casona de María, leía en el periódico sobre las protestas de ambientalistas en ese dique que fue abierto para inundar aquel bosque de pinos, con la intención de crear un nuevo lago más grande, y a su orilla, construir un hotel enorme, cinco estrellas, con playa, embarcadero y todo para turistas muy pudientes.
Otra noticia hablaba de un OVNI que algunas personas vieron cerca de la zona del nuevo lago. Jacinto entonces comprendió que los OVNIS, como el que creyó ver un miércoles, encima de su viejo Ford, en verdad no existen. No vienen de Marte ni de ningún planeta lejano; son de aquí, de este mundo. Villas Ilusas que viajan de un lado a otro de esta Tierra nuestra, cuando son amenazadas por los seres oscuros que intentan destruirlas, y así exterminar a los niños que allí aprenden a ser ángeles.
Jacinto dejó el diario sobre una mesita, se recostó en el sofá, cerró los ojos y comenzó a planear una nueva vida para él, Merlina y la abuela María. Tenía que empezar a cumplir con su misión divina en esta Tierra.


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