jueves, 22 de octubre de 2009

La Villa Ilusa. Capítulo 2.

Resumen del capítulo anterior: Jacinto Desanzo, un viajante vendedor de seguros de vida, es sorprendido por una fuerte tormenta viajando con su viejo Ford, de noche, en una ruta rodeada por un bosque de pinos. Comienza a preocuparse por la poca visibilidad y porque todavía faltan muchos kilómetros para llegar a la ciudad más próxima. Jacinto, es un hombre solitario y fabulador. Cuenta, cuando tiene alguna oportunidad, dos anécdotas a quien quiera escucharlo: La de una mujer luminosa que una vez le hizo señas en el camino para que se detenga, y sobre un OVNI que lo persiguió un miércoles para llevarlo a Marte.


La cuestión es que, esa noche de tormenta a la que me refería al principio de este relato, era cada vez más terrible, y esto empezaba a preocupar a Jacinto.
-Si encontrara un lugar para pasar la noche- se decía a sí mismo en voz alta mientras agudizaba su vista para ver mejor el camino, cuando de pronto vio un cartel casi escondido, en la banquina de la ruta, que señalaba a la derecha:
VILLA ILUSA 1 KM.
Tuvo que dar marcha atrás porque se le apareció tan de repente que logró frenar unos metros más adelante.
-¿Villa Ilusa?, ¿Ilusa? Parece un chiste y seguramente no figura en ningún mapa, pero bueno qué sé yo, está cerca y además tengo hambre…
Salió de la ruta tomando el camino que señalaba el cartel, y que estaba bastante barroso, en dirección a la villa. Le pareció que había recorrido más de un kilómetro, cuando comenzó a ver unas casitas pequeñas casi escondidas entre los pinos y apenas iluminadas.
-"Debe de haber un lugar donde pasar la noche"- pensó, mientras luchaba por mantener su auto, que patinaba en el barro bajo la lluvia lo más derecho posible. Y lo vio, un cartel colgando de dos cadenas y oscilando por el viento indicaba:
HOSTERÍA Y RESTAURANT VILLA ILUSA
Era justo lo que necesitaba. Estacionó, bajó del auto, se empapó recorriendo los tres ó cuatro metros hasta la puerta del restaurante, pero no le importó, de pronto la noche no parecía tan mala.
-Buenas noches- les dijo Jacinto a los pocos parroquianos que se encontraban en el lugar -Si se pueden llamar buenas, ¡je! ¿Qué nochecita, no?- siguió, haciéndose el simpático. Ninguno de los pobladores dijo una palabra; solo lo miraron inexpresivos como si no les importara su llegada, para luego continuar con lo suyo: comiendo, bebiendo algún vinito algunos y otros jugando al dominó. -‘’Deben ser menonitas’’- murmuró Jacinto en un susurro y para sus adentros.

Se acercó a la barra, pidió un cuarto para dormir, y mientras se lo preparaban en la parte alta del restaurante, se sentó a disfrutar de un buen plato de comida caliente que le sirvió una señora regordeta que parecía ser la cocinera. Estaba delicioso y Jacinto realmente se sintió feliz de haber encontrado ese lugar perdido en esa noche de perros.

Mientras comía le pareció que alguien lo observaba. Era un niño de unos doce o trece años que estaba detrás de la barra. Jacinto le sonrió y siguió comiendo aunque sentía que el niño no le sacaba los ojos de encima. Eso lo puso un poco inquieto. Ante la insistente mirada del niño, decidió llamarlo:
-A ver, nene vení... dale vení.- El chico se acercó tan serio como lo miraba. -¿Cómo te llamás?- El niño no contestó. -¿Qué pasa, te comieron la lengua los ratones?- le preguntó Jacinto en un tono compinche. El pequeño siguió mirándolo sin inmutarse.
Entonces Jacinto, que de su recorrido por infinidad de pueblos y de haber pasado tantas noches en cantinas y restaurantes de lo más variados, algunos trucos se había aprendido, estiró su brazo y acercó su mano hasta la altura de la oreja del niño diciéndole:
-A ver, a ver que tenés acá, hmm- e hizo que sacaba una moneda de su oreja, y se la dio con una enorme sonrisa mientras le decía: -Me parece que hoy no te lavaste las orejas ¿no? ¡Je!
Jacinto, creyó que con su truco, ya que todos los parroquianos lo miraban, se estaba ganando la simpatía de ellos, cuando de pronto, el pequeño hizo lo mismo que él: estiró su brazo hasta la oreja de Jacinto, hizo un chasquido con sus dedos, y volvió con un pequeño ramito de flores en su manita entregándoselo y dejándolo perplejo.
-Tiene un jardín en la oreja- le dijo el niño en ganador, dando media vuelta y volviendo a su lugar en la barra del restaurante. El pobre hombre escuchó, apenas, una risita burlona de alguno de los parroquianos.

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