miércoles, 11 de noviembre de 2009

La Villa Ilusa. Capítulo 5.

Resumen del capítulo anterior: Jacinto, otra vez en la hostería de Villa Ilusa, se siente secuestrado y decide hablar con una persona mayor y confiable, para que le explique qué pasa en ese extraño lugar. Descubre que la villa tiene una escuela para los niños y logra hablar con Julia, la maestra. Ella le cuenta todo sobre los niños, asegurándole que dominan el lugar, vuelan y hacen magia. Jacinto comienza a creer que a algunos de ellos los conoce. Recuerda de repente que la niñita que vio flotando frente a su ventana, había desaparecido unos meses atrás en Buenos Aires, el día que asesinaron a sus padres. Lo mismo le ocurre con otro de los niños. Julia le propone huir de allí juntos y le pide que regrese la noche siguiente para planear la huída.



Jacinto bajó de su cuarto tarde a desayunar porque durmió un rato después de su encuentro con Julia.
—Qué bien cocina señora, ¿aprendió aquí en la villa? —le dijo a la señora que le sirvió el desayuno.
—No, no aprendí acá —dijo la mujer dando media vuelta rumbo a la cocina.
‘’La trajeron para que cocinara’’, pensó.
Mientras desayunaba, entró al restaurante uno de los niños; tomándose su vientre y con cara de dolor se dirigió a uno de los hombres que también desayunaba. El hombre sacó de un maletín un estetoscopio y comenzó a auscultar al niño, mirándole también la lengua. Luego le dio un frasco con pastillas y le dijo que se fuera a la cama porque tenía anginas.
‘’Claro, necesitaban un doctor y por supuesto lo trajeron’’, pensó Jacinto, al ver la escena. ‘’Pero a mí, un vendedor de seguros de vida, ¿para qué?’’
Demasiadas preguntas daban vueltas por su cabeza y esperar hasta la noche para que Julia se las contestara era una eternidad. Se dirigió entonces al doctor:
—Doctor, me permite, tengo un fuerte dolor de cabeza que me está matando, ¿no tendría una aspirina o algo?
Mientras el supuesto doctor buscaba en su maletín, Jacinto disimuladamente comenzó a hacerle una pregunta tras otra.
—¿Cómo llegó hasta aquí, doctor? ¿Intentó irse alguna vez? ¿Hace mucho que vive en la villa?
—Tome una de estas aspirinas y si persiste el dolor tome otra a las dos horas —y siguió—: fue un día de lluvia, vi el cartel en la ruta y me dirigí hasta este lugar...
—Yo llegué de la misma manera...
—Todos lo hicieron de la misma manera, mi amigo —remató el doctor.

Mil cosas daban vueltas por la cabeza de Jacinto, que por supuesto quería saber más, cuando la voz de un niño lo interrumpió:
—¡Deje de hacer preguntas si no quiere que lo convierta en un sapo!
Jacinto se dio vuelta para encontrarse con el pequeño mago de la primera noche en la villa que lo miraba fijo y amenazante.
—Mirá, pibe, ya me están cansando, o terminamos con esta historia o llamo a la policía, porque yo sé quiénes son ustedes y van a ir a parar a un reformatorio si no se dejan de...
—No se gaste —dijo el doctor— acá no hay teléfono y los celulares nunca tienen señal.
—Sabe qué, doctor, ya estoy harto y no me voy a dejar intimidar por estos... nenitos… como todos ustedes lo hacen, agarro mi auto y me voy, y si alguien quiere seguirme que lo haga ¡ahora! —dijo enfurecido dirigiéndose hasta la puerta del restaurante, abriéndola con fuerza para salir afuera. Se paró frente a su auto estacionado junto a la vereda y se sorprendió un poco al verlo inmenso. De pronto una mosca pasó por frente a él: como un latigazo sacó su lengua y se la tragó.
‘’Soy un sapo, ¡Soy un sapo de verdad!’’, pensó entonces desesperado mientras veía cómo una suela blanca de zapatilla con un isotipo en forma de pipa, se aproximaba para aplastarlo. No pudo soportar tanto terror, y se desmayó.

Abrió los ojos y vio todo negro; con una tremenda angustia empezó a gritar:
—¡Estoy muerto, estoy muerto!
Mientras, se tocaba la cara, el pecho, todo, descubriendo que estaba vivo y que ya no era un sapo. Se levantó a oscuras llevándose por delante una silla que lo hizo caer al suelo. Tanteando y arrastrándose por el piso llegó hasta la ventana, descorrió las cortinas y gracias a Dios el cuarto se iluminó apenas por la luz de la luna. Suspiró aliviado aunque bastante agitado. Bajó las escaleras, salió a la calle y corrió hasta la escuela para encontrarse con Julia, la maestra.
A la puerta, una rana estaba paradita flanqueando la entrada, como esperándolo a él. Jacinto experimentó una nueva sensación de angustia al verla y gritó:
—¡Dios mío! Julia, ¿qué te hicieron?
Estaba a punto de ponerse a llorar cuando la puerta se abrió y apareció Julia suplicándole:
—Por favor Jacinto no grites...
—¡Ahhh!, qué alivio, creí que... No sabés de lo que son capaces estos pibes.

Una vez dentro de la escuela, Jacinto, completamente fuera de si, tomó a Julia de los brazos zarandeándola y rogándole:
—Por favor escapémonos ahora, no perdamos tiempo, ya no puedo soportar más estar en esta villa maldita. ¡Hoy casi me matan como a un pobre sapo indefenso!
—Tranquilizate, si no, no vamos a poder hacerlo, tranquilizate por favor. —Trataba de calmarlo Julia, que ya tenía experiencia con esos niños.
—Si tenés razón, perdoname pero me tenés que entender; a ver, tracemos un plan… ¿Qué hacemos?
—Los tenemos que matar—dijo Julia muy suelta de cuerpo.
—¿A quiénes?
—¡A los niños, por supuesto!
—¿Quééé? ¿Cómo vamos a hacer semejante cosa? ¡Ni loco! —gritó Jacinto alejándose de Julia como si hubiera recibido una corriente eléctrica.
—Es la única manera, y si no ¡te vas a quedar acá hasta que te mueras! —le gritó la joven maestra.

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