Resumen del capítulo anterior: Jacinto, desesperado al advertir que Ángela había sido devorada por el gigante David, camino a la Villa Ilusa, espera que ahora aparezca para comérselo a él. De pronto el gigante cae delante del asustado Jacinto como una bolsa de papas, y tras él baja del cielo, Ángela, con dos alas enormes en su espalda, después de haber vencido al monstruo. Luego lo convierte en un sapo, por supuesto. La bella joven le explica a Jacinto que ella es un ser alado que está en este mundo para proteger a los niños y que hay muchos seres como ella, aunque a veces no lo saben. Le dice además que el gigante no era David y que sólo tomó su forma para sorprenderlos. Le ruega al asombrado Jacinto, que pida ayuda para orientarse hasta la Villa; el hombre no sabe cómo, pero se acuerda, tampoco sabe cómo, de el duende que vio de niño, y éste, mágicamente, aparece y con su luz los guía en la oscuridad de la noche. Cuando llegan observan por la ventana de la hostería de la Villa Ilusa, descubriendo que los niños están siendo amenazados por tres hombres; uno de ellos tiene un arma enorme. De repente aparece el mago David, que logró escapar cuando aparecieron estos seres oscuros para matar a los niños y, a Jacinto, por fin se le ocurre un plan para salvarlos.
—¡Buenas noches!— dijo un Jacinto eufórico entrando a la hostería y saludando a todos los que allí se encontraban. Silencio. Hasta los niños lo miraron sorprendidos sin atreverse a delatarlo, aunque Merlina casi lo hace por la alegría que le dio verlo.
Los tres tipos que vigilaban a los niños se miraron entre ellos como interrogándose: ¿quién sería este intruso inesperado? El que tenía el arma la escondió rápidamente detrás de su espalda.
—¡Ehhh! ¿Qué pasa que no saludan? deben de ser menonitas y qué caras tienen, deberían salir a ver las estrellas, es una noche magnífica —Jacinto no paraba de hablar.
—¿Qué tal una buena cena? Me dijeron que aquí hay una cocinera que hace cada plato que te chupás los dedos. ¿Dónde está?
—Está arriba, atada —dijo la inocente Merlina.
Por suerte Jacinto reaccionó a tiempo.
—Arriba atada, ¡ja, ja, ja! Qué buen chiste, ¿con qué la ataron, con un fideo?, ¡ja, ja, ja! Es buenísimo. —Y siguió desviando la atención de los secuestradores.
—Chicos, ¿qué les parece si les hago unos trucos de magia, porque seguro que ustedes no se saben ninguno? ¡Qué van a saber de trucos y magia y esas cosas! ¡Por favor! —Y acercándose a uno de los hombres hizo su viejo truco: le sacó una moneda de la oreja. El tipo lo miró con tal odio que a Jacinto le corrió un frío por todo el cuerpo, pero se repuso y sacando un billete de veinte pesos de su bolsillo les dijo a los hombres—: Ahora voy a convertir este billete en cuarenta billetes iguales.
Esto hizo que los tres secuestradores se olvidaran de los niños y se pusieran a ver cómo Jacinto hacía un truco que por supuesto no tenía ni la más mínima idea de cómo hacer.
Mientras tanto, desde la ventana Ángela les hacia señas a los chicos para que la vieran. Merlina casi dio un grito cuando la descubrió, pero uno de los niños más grandes le tapó la boca. En silencio por la boca tapada y por señas, Merlina les señaló a los chicos la ventana. Todos comenzaron a deslizarse en puntas de pie hacia la puerta para escapar, la abrieron despacito y empezaron a salir de a uno, cuando de pronto escucharon un ¡chillido tremendo! que los paralizó y sacó a los hombres de su atención sobre un Jacinto ya entusiasmado por el truco que estaba tratando de realizar.
Gritando como loca, corriendo por la calle, llegaba la cerdita Julia, desesperada para alertar a los hombres que rápidamente reaccionaron apresando a algunos de los chicos, entre ellos a la pequeña Merlina, pero otros ayudados por David y Ángela lograban escapar. En su huida, Ángela alcanzó a hacer un ademán con la mano dirigido a la maldita cerdita mientras, dentro de la hostería, uno de los hombres apuntaba con un enorme revólver a la cabeza de Jacinto, que miraba asombrado los cuarenta billetes de veinte pesos que tenía en las manos. Uno de los hombres le sacó todos los billetes de un manotazo y se los metió en el bolsillo.
La suerte estaba echada, el hombre del revólver, aparentemente jefe de los otros dos, resolvió matar a todos y luego ir a buscar a los otros niños, ¡qué tanto! Aquí no se podía perder más tiempo; así que levantó su arma con furia. Merlina comenzó a llorar, los otros chicos, temblaban de miedo. El hombre encañonó a Jacinto apuntándole al medio de la frente, dispuesto a matarlo primero. Jacinto cerró sus ojos, apretó los dientes, odió a este hombre como nunca lo había hecho con nadie, se lo imaginó el peor animal que pudiera existir sobre la faz de la tierra, escuchó una risa burlona y penetrante y esperó el desenlace.
La risa seguía... Y seguía... Entonces abrió un ojo despacito y ya no vio un revólver frente a él, sino a una hiena horrible que lo miraba desde el piso sin parar de reírse. El revólver se encontraba a su lado.
Todos los niños miraban a Jacinto asombrados mientras los otros dos secuestradores salían corriendo de la hostería. Uno de ellos en su huida se tropezó con un jamón que estaba en la vereda, cayendo a la calle, posibilitando que Jacinto, que salió disparado detrás de él, se arrojara sobre el tipo para entablar una lucha que terminó cuando David le dio un golpe en la cabeza al secuestrador con el jamón.
El secuestrador-hiena logró huir hacía el bosque de pinos, pero el otro fue atrapado por Ángela, que lo convirtió en una gárgola monstruosa y a la vez hermosa para decorar el techo del frente de la Hostería y Restaurante Villa Ilusa.
Todo era euforia dentro de la hostería; la cocinera, el cantinero, el doctor y todos los habitantes mayores de la Villa, incluida la nueva maestra, fueron liberados de sus ataduras, que no estaban hechas con fideos precisamente. A propósito de la joven maestra, ella no dejaba de mirar a Jacinto preguntándose de dónde lo conocía. La escena de felicidad que se vivía era, mientras tanto, observada con tristeza por un sapo todavía dolorido por el chichón en la cabeza que le produjo el jamonazo asestado por David.
Merlina, feliz, abrazaba y besaba a un Jacinto complacido y arrogante por lo que había hecho.
—Bueno... Convertirlo en hiena no fue difícil para mí... Lo realmente increíble fue convertir ese billete de veinte pesos en cuarenta más... A propósito, ¿a dónde fueron a parar esos billetes? Ángela, ¿me prestás veinte pesos? quiero intentarlo de nuevo...
—¿Usted se da cuenta, Jacinto, de que ha superado su capacidad de asombro?, porque ya nada lo sorprende. —Angela, trataba de bajar a tierra a un Jacinto que ya estaba dando muestras de una fanfarronería que solo hacía que los niños se divirtieran con él.
—Tenés razón, Ángela, realmente no sé cómo lo hice y más teniendo en cuenta que David y vos me dijeron que estos tipos estaban inmunizados...
—Sí Jacinto, pero inmunizados contra David y yo, pero cuando usted lo convirtió en hiena rompió el hechizo y por eso pude convertir a uno de ellos en una hermosa gárgola...
En eso los interrumpió la cocinera:
—Jacinto, ¿usted al sándwich de jamón lo prefiere con manteca o mayonesa?
—Con manteca por favor, gracias señora...
—Bien, sigamos, Jacinto, el punto no es que usted no sabe cómo lo hizo sino por qué lo hizo, ¿me entiende?
—¡Ehhh!... No, no entiendo, no entiendo a dónde querés llegar Ángela...
—Quiero llegar a que se dé cuenta de que usted tiene poderes, Jacinto, casi los mismos que tienen David... La abuela María... Yo misma...
El hombre se quedó mirando a los ojos a Ángela mientras recibía de parte de la cocinera el apetitoso sándwich; sin dejar de mirar a la bella joven, se lo llevó a la boca, lo mordió, masticó y allí reaccionó entusiasmado:
—¡Es el mejor jamón que probé en mi vida!