Resumen del capítulo anterior: Ángela y David habían perdido todo su poder al no poder convertir a los sapitos con alitas en lo que eran antes: niños-ángeles y humanos habitantes de la Villa Ilusa. Riendo, el secuestrador-hiena y diez hombres más, entran a la hostería, encañonando con sus armas a nuestros héroes, sometiéndolos. Jacinto, triste y abatido, les preguntó que habían hecho con Santiaguito "el remolón"; en eso entró a la hostería una marmota que directamente fue a dormir debajo de una mesa del restaurante. Los exterminadores, felices por la situación, comenzaron a hacer planes para exterminar a nuestros héroes, que sin su poder no podrían defenderse. El secuestrador-hiena intenta participar de los planes para la exterminación, pero como no habla, no puede; triste se aleja al bosque de pinos para siempre. Ángela, consternada, se queda mirando a unos mosquitos golpearse contra la ventana y de pronto se da cuenta de algo: el poder se lo quitaron los mismos mosquitos cuando a David y a ella les picaron en el bosque de pinos, ¡pero a Jacinto no lo tocaron! La bella mujer-ángel intenta hacérselo entender al hombre, lo mismo que David al darse cuenta de lo mismo, pero Jacinto no comprendía que querían decirle. El hombre sentía tanto odio que, sin saber por qué, recordó algo que de niño también le dio odio: un impermeable amarillo que su mamá le compró para los días de lluvia. Odiaba ese impermeable amarillo. De pronto, Ángela y David comenzaron a saltar de alegría porque todos los exterminadores se convirtieron en patitos de plumaje... amarillo. Jacinto había logrado vencer a los exterminadores sin proponérselo. Luego y después de media hora de intentos hizo que los sapitos volvieran a ser lo que eran: los niños-ángeles y los humanos.
A la mañana siguiente, el doctor, sacó con una jeringa sangre de las venas de Jacinto e inyectó un poco de ese líquido vital en las venas de Ángela y David. De esta manera recuperaron sus poderes y todo volvió a la normalidad en la Villa Ilusa. Jacinto se convenció de que los exterminadores no podían contra ellos, estaba eufórico y feliz por haberlos vencido en lo que él pensaba había sido el ataque final del que Vida les había advertido. Pero para Ángela y David, este ataque no fue ni por asomo tan devastador y terrible. Lo que Vida les había dicho no podía ser algo como lo que pasó. Esto no amedrentaba a Jacinto, que otra vez hizo gala de su encanto con los niños y de su simpatía de hombre-héroe.
—Ahora sí me voy a ir de aquí con Merlina a la casona de la abuela María —decía—, pero antes, tuve una idea brillante que quiero llevar a cabo con la ayuda de los hombres de la Villa.
—¿De qué se trata, Jacinto? —se interesó Ángela.
—Voy a construir un lago en el medio de la villa para todos los patitos-exterminadores. Bien grande, con mucha agua para que sean felices y se pongan bien gorditos... ¡Ja!
—Conozco una receta de “pato a la naranja” que es para chuparse los dedos —acotó la cocinera.
—¡Síííí! Antes de irme tengo que probar ese plato que seguramente será delicioso. —A Jacinto se le hizo agua la boca.
—Yo también quiero —dijo Merlina.
Ángela estaba tan pensativa que no escuchaba lo que hablaban todos.
—Creo que tenemos que prepararnos otra vez... Temo que... —dijo.
—¿Temés qué...? No, Ángela, ya está, quedate tranquila, no va a... Por favor, Merlina, no muevas mi silla... Te digo que no va a pasar nada... Tranquila, Merlina, no muevas mi silla. ¿Por qué no vas a jugar con los niños?
Algo le molestó a Jacinto, sintió que la silla en la que estaba sentado se movía un poco, pero Merlina estaba a unos metros de él. Se sorprendió, la silla temblaba un poco... Sola.
—Mi silla también tiembla —dijo David, preocupado.
El cantinero Gabriel, detrás de la barra del restaurante, observó la lámpara que colgaba en el medio del salón:
—La lámpara... Está oscilando... Qué raro...
De pronto todo se oscureció, como si se hiciera de noche, y se escuchó un trueno terrible. La hostería empezó a temblar presagiando un terremoto. Toda la Villa Ilusa era un tembladeral.
El doctor, la cocinera, la joven maestra y todos los habitantes mayores de la Villa sintieron tal pánico que se abrazaban esperando lo peor. Que se abriera la tierra, o que el techo se les viniera encima. Los niños desplegaron sus alas, lo mismo que Ángela, Jacinto y el cantinero Gabriel. Merlina se aferró a su protector llorando: estaba muy asustada. El cantinero Gabriel les ordenó a todos que salieran a la calle. Gritando abandonaron la hostería y restaurante justo un segundo antes de que se desplomara produciendo un ruido ensordecedor.
Afuera no estaba mejor que adentro, Los pinos se agitaban casi hasta tocar con la punta de su copa la tierra. Las casitas tan coquetas se desmoronaban como castillos de naipes, los patitos-exterminadores corrían de un lado a otro desesperados y asustados. Luego, quietud... Silencio; un silencio que rompía los oídos. Todos sabían que se vendría un nuevo ataque de estos seres oscuros, ahora sí, aunque Jacinto pensara que no, y que iba a ser el peor. Se prepararon para lo más terrible que pudiera suceder. Y de pronto, se escuchó un sonido burbujeante que venía de los cuatro costados. Todos: humanos, niños-ángeles, Jacinto, Ángela, el cantinero Gabriel y Merlina se quedaron quietitos escuchando ese sonido. Se miraban preguntándose que podía ser y se abrazaron temerosos y expectantes. El sonido burbujeante empezó a crecer, era cada vez más fuerte... Era como agua, sí, como agua que se acercaba... Y de pronto olas impresionantes que aparecen de todos lados arrasando los pinos y las ruinas de las casas y la hostería de la Villa. Jacinto soñaba con un estanque con mucha agua para los patitos-exterminadores, ¿pero esto? esto era demasiado.
Las gigantescas olas encerraron a los niños-ángeles, a los humanos, a todos, hasta sepultarlos en un mar embravecido que no tuvo piedad.